La imagen de Javier Valdez mientras recibía el Premio Internacional de Libertad de Expresión fue proyectada sobre los gruesos muros de la Secretaría de Gobernación. Un poco más arriba de la reja que rodea al edificio y que tiene un acabado puntiagudo. Esas flechas sirvieron para colgar una bandera negra.

Quienes estaban a nivel de piso se reunieron para denunciar precisamente lo que Valdez denunció cuando recibió el premio en 2011: «Hacer periodismo es caminar sobre un piso filoso y lleno de explosivos. No parece haber opciones ni salvación».

La última fotografía que se difundió de este periodista, confirmó su dicho. Estaba tendido en medio de la calle por la que solía caminar con sus colegas del semanario RíoDoce. En esta imagen también se alcanza a ver su sombrero, algo típico en su vestimenta.

Por eso Jesús Verdugo acudió a la protesta con un sombrero de ala ancha. Se trata de un conocido de Valdez. Un joven reportero que trabajó como redactor para RíoDoce. Cuando se subía a su automóvil, él mismo le advertía que no era muy seguro.

A Verdugo le duele recordar, pero lo intenta. En la escritura, dice, le gustaba ser sencillo y atrapar al lector; sobre todo, aprender a utilizar el punto y coma. Su bar favorito en Culiacán era El Guayabo, tomaba whisky y escuchaba a Sabina.

«Siempre le tuvo más miedo a los políticos que al narco. Cuando me enteré de su muerte estaba devastado, era como un papá para mí ese cabrón. A modo de homenaje es el sombrero».

Reunidos alrededor de un pequeño altar con veladoras, los periodistas y activistas que acudieron a manifestarse discurrían entre las arengas y el silencio. Verse las caras y agacharse de inmediato porque quién sabe del siguiente. Se trata del sexto periodista asesinado tan sólo en cinco meses. Pero las estadísticas molestarían a un cronista de la talla de Javier, pues detestaba reducir los asesinatos a números.

Atrás hay historias como las de Mari Herrera que él relató en su libro Huérfanos del Narco. A ella la conoció en una mesa redonda que organizó Javier Sicilia. Ahí se enteró de que cuatro de sus hijos estaban desaparecidos.

Mientras hablaba frente a la multitud, Mari no pudo contener las lágrimas. Su relación se volvió tan estrecha que Javier la llamaba “Mamá Mari”. Lo primero que ella recuerda de él es su generosidad, su empatía. A ella le arrebataron a sus hijos, luego a quien quiso darles voz.

«Él estuvo en mi casa. Siempre se preocupaba por nosotros y saber cómo estábamos. Me decía que yo era una chingona, que yo iba a llegar muy lejos, pero ve…».

A kilómetros de la Ciudad de México, otros cientos se manifestaron en la Catedral de Culiacán. Y es que a decir de Silber Meza, otro reportero sinaloense, Valdez conocía a todos, platicaba con todos.

«Tenía una conexión con la gente impresionante. Pensábamos que era el único periodista blindado por toda la trascendencia. Si se animaron a matarlo a él se van a animar a matar a quien sea».

Meza concluye diciendo que una característica de Javier era que siempre tenía palabras impresionantes. Lo cuenta como si supiera que aquel discurso está siendo proyectado en los muros gruesos de Secretaría de Gobernación: «En RíoDoce hemos experimentado una soledad macabra porque nada de lo que publicamos tiene ecos ni seguimiento. Y esa desolación nos hace más vulnerables».