Pero ése no fue su primer asesinato. La primera vez que Ángel mató fue a los 10 años. Caminaba por su colonia, en la delegación Gustavo A. Madero, cuando vio que un compañero de su escuela primaria se brincó la barda de su casa para entrar a robar. Él lo esperó con la paciencia de un cazador y, al verlo salir, lo derribó con una roca volcánica. Hubiera bastado con eso para arrebatarle lo hurtado, pero quería dejar un mensaje:le dejó caer tantas veces esa piedra porosa que el rostro quedó irreconocible; un Picasso de puro sadismo. La saña con la que mató al niño le valió un reconocimiento entre la pandilla: el morrito tenía talento. Eso, en el barrio, significa tener el don para matar con crueldad y sin remordimientos.

Cuando Ángel volvió a matar, para reafirmar su habilidad, se puso en la mira de el bueno. En la tercera ocasión –el asesinato del empleado del hospital de Pemex–, ya cobró por el encargo. Luego, la cuenta se volvió difícil de seguir. La mente de un niño sicario es un laberinto de atrocidades cotidianas. Para la mayoría de la gente, un muerto es un acontecimiento traumático; sin embargo, un gatillero lo olvida tan pronto como el desayuno de hace una semana. –¿A cuántos mataste? –pregunto a Ángel, sentado en el jardín de Grupo Expansión. –No sé… no me acuerdo –y levanta los hombros mientras dobla el labio inferior–. Entre cinco y 20. –¿Unos 10? ¿15? –insisto. –Tú ponle que 15, pero no me acuerdo, la neta. Es difícil asociar a Ángel –él mismo eligió su seudónimo– con la imagen “tradicional” de un sicario: no tiene tatuajes, tampoco cicatrices visibles ni un parche en el ojo ni viste como “narco”. Usa jeans, tenis y playera sobre una piel limpia a primera vista.

Acaso su mirada dura da una pista, pero nadie podría decir que es un matón que hasta 2009 ejecutó los planes, entre muchos más, de un hermano ambicioso que quería el 100% de la herencia del padre o de un hombre que se hartó de su vecino. Su trabajo más complicado, dice, fue agujerear con un revólver a un abogado que se movía con su grupo de escoltas por San Ángel. Mientras que a los 14 años unos aprendían a bailar para ir a las primeras fiestas, él ya superaba en inteligencia criminal a los profesionales de la seguridad privada. –Yo crecí normal, ¿no? Tengo mamá, papá, que no es mi papá biológico pero es como si lo fuera, fui a la escuela, no era rico, pero teníamos suficiente. Yo no mataba porque tuviera una familia de ésas… disfuncional, ¿no?, o para comer. Lo hacía por la emoción, era una adrenalina cabrona.

Durante la plática, Ángel sonríe varias veces. Una de ellas, una mueca avergonzada, resalta cuando le pregunto si sólo mataba a sus víctimas en la calle o si alguna vez las retuvo en una casa de seguridad. Sí y no, responde. A algunas las mantuvo secuestradas, pero en sus propias casas. «Eran mis experimentos», dice, mientras mira al horizonte. El toque personal. Espiaba y elegía entrar a las propiedades cuando podía quedarse a solas con sus víctimas. Entonces comenzaba el ensayo. Como laboratorista, Ángel hacía realidad lo que leía en libros de anatomía para infligir la mayor cantidad de dolor sin matar a una persona. –¿Qué es lo peor que le hiciste a alguien que debías matar?, ¿degollaste vivo a alguien? –Hice eso, pero no fue lo peor… yo quería experimentar, ver qué tanto alguien puede soportar dolor y poner a prueba mi mente. Degollar era para principiantes, dice. Él, adolescente sicario, desmembraba personas, echaba ácido en la cabeza, presionaba en puntos específicos de las plantas de los pies para desmayar de dolor. «Una vez leí que a Cuauhtémoc le quemaron los pies y yo hice eso con uno, pero con aceite de cocina», recuerda.

–¿Qué sentía? No sé, una adrenalina bien chingona. Yo ganaba como 300 mil pesos en una semana, me chingaba puros hombres, no mujeres ni niños, y me pagaban muy bien, pero el dinero no era lo mío. Lo hacía porque sentía una adrenalina muy acá y porque, la neta, es bien fácil matar. Yo pensaba que nadie me iba a agarrar. Pero en agosto de 2009 se le acabó la suerte. Alguien –no sabe cómo ni quién– lo ubicó como responsable de varios asesinatos y la policía capitalina llegó hasta su salón de clases en una preparatoria pública en el norte del DF para arrestarlo. Cayó tan rápido como ascendió en la empresa y por tres años, 10 meses y 15 días, las noches de Ángel se repartieron entre las prisiones para menores de edad de San Fernando y la Comunidad Especializada para Adolescentes “Dr. Alfonso Quiroz Cuarón”. En esta última, se hizo sus primeras charrasqueadas –cicatrices abultadas que se autoinfligen para imponer respeto– y su talento para los puños lo llevó a ser la madre del dormitorio 8, donde impuso sus reglas. Fue en la soledad de esa celda donde otro interno cambiaría su historia. «Por eso es que te estoy contando todo esto –dice Ángel, ahora de 20 años– porque conocí a Misael y quiero hacer algo antes de que me maten por dejar de matar».

Da clic en siguiente para continuar…