Hace unas semanas, un hombre tambaleante bajó de su auto dispuesto a hacerse la prueba del alcoholímetro. No opuso resistencia, pero pidió un favor a los policías: que lo dejaran comer pasto antes de soplar, con la certeza de que esto lo salvaría del encierro. Dijo que era químico, pero el fuerte olor a alcohol de su aliento levantaba sospechas. Bajó del auto, se acercó a la banqueta y con sus manos arrancó las yerbas que crecen entre las grietas del asfalto.

Comenzó a comérselas con los puños de tierra que las acompañaban. Y con la boca todavía sucia por el lodo, hizo la prueba que finalmente lo llevó a prisión. Esta y otras tácticas igual de absurdas han sido el último recurso de quienes saben que no pasarán la prueba del aliento. Al gastroenterólogo Rafael Huacuja alguna vez le preguntaron si llenando un auto con ajos podrían engañar a los uniformados, como si fueran vampiros hambrientos al acecho. «Me reí mucho, pero es común que la gente confunda el olor con el aliento », dice.

El dispositivo que mide el nivel de alcohol en la sangre no es «una nariz gigante», sino un aparato que detecta una sustancia específica y su reacción química. Así, no importa cuántos chicles y buches de enjuague de menta te eches, igual vas a reprobar si has bebido demasiado. El delator no está en tu boca, sino en tus pulmones. El aliento no es ese halo que sale al abrir tus labios, sino una “corriente” que viene de tus órganos. «El hígado procesa el alcohol y lo manda al torrente sanguíneo. Y así llega a todos los rincones, incluyendo el fondo de los pulmones, que es finalmente lo que comprueba tu consumo».

El doctor ha recibido llamadas de amigos a las dos de la mañana, pidiendo un cálculo exacto del tiempo que requieren dejar de beber para pasar una prueba. A deshoras escucha esos mitos de poner una moneda debajo de la lengua, comer mucha cebolla o fumar un puro para engañar a la química. Pero es imposible. «Solamente si esperas unas tres horas, bebiendo agua y café como diurético, entonces tal vez tengas probabilidades de que la concentración de alcohol en la sangre baje suficiente», dice, haciendo énfasis especial en el «tal vez».

Él mismo ha pasado por la prueba tres veces y su cifra máxima es de 0.22 mg/l. El alcoholímetro se ha convertido en esa amenaza constante, pues sabe que si reprueba no tardarán en descubrir que se convirtió en «un especialista que termina ignorando sus propias advertencias». El director de operativos, Saúl Ramírez, se sometió dos veces a la prueba y salió triunfante. Ahora nunca bebe alcohol si tomará el volante, pues podría costarle su trabajo. Lo mismo cree Rascón, el director ejecutivo de la Aplicación de Programas Preventivos Institucionales de la SSP DF: sería “un escándalo” que terminara detenido por beber y manejar. El temor, hasta ahora, ha sido el mejor motor. FIN