Caminar por el Centro Histórico de la Ciudad de México es conocer la médula de una de las urbes más enigmáticas y cargadas de historia no sólo de nuestro país, sino del mundo entero. Entre comercios formales e informales, templos, casonas coloniales y vecindades, las historias y leyendas que han surgido en sus calles son tan numerosas como singulares e incluso aterradoras.

La calle de Jesús María, donde se encuentra el exconvento del mismo nombre, encierra un secreto que pocos conocen, una leyenda que durante siglos dio nombre a esta calle: la leyenda de La Quemada. En el siglo XVI, siendo muy joven la Nueva España, vivía en esta calle el encomendero Gonzalo Espinosa de Guevara con su hija Beatriz, provenientes de Villa de Illescas.

Si bien Don Gonzalo era rico en posesiones —tenía minas y otros florecientes negocios—, nada de cuanto había en su casona se comparaba al tesoro que representaba su hija, la joven Beatriz. De ella se comentaba que su belleza era deslumbrante, un rostro de finas facciones en el que destellaban unos ojos al mismo tiempo hipnóticos y piadosos. De la cabeza de Beatriz caía, como una cascada, una cabellera ondulante color azabache.

La mayor virtud de Beatriz no era su físico

De ella se contaba que en su alma no había ni una pizca de malicia; que a pesar de ser rica pasaba buenas horas de su tiempo socorriendo a los enfermos y era voluntaria cuando se trataba de curar a las víctimas de la peste. Su alma era tan benevolente y su rostro y figura tan angelical, que no era de extrañarse que una gran cantidad de caballeros perdieran la cabeza e intentaran cortejarla.

Beatriz no era altiva, pero tampoco correspondía a aquellos que deseaban conquistarla. No fue sino hasta que apareció el Marqués de Piamonte, un caballero italiano de nombre Martín de Scúpoli, que la joven decidió entregar su corazón. Mientras el cortejo duraba, el marqués no paraba de enviarle fervientes frases de amor, mismas que llegaban a manos de Beatriz en forma de cartas que el ama de casa le entregaba y ella atesoraba como si fuesen valiosas joyas.

Al saberse Martín correspondido, comenzó a celar a Beatriz con locura, impidiendo que otros caballeros intentaran acercarse siquiera a la casa de la joven. Con puño decidido y una espada afilada, el Marqués de Piamonte mataba a cuanto hombre pudiese parecerle competencia en la conquista de la mujer que amaba. Al enterarse de esto, Beatriz, siempre piadosa y que no concebía saberse causante de tales derramamientos de sangre, asumió una dolorosa decisión.

Tomó entre sus manos un brasero que la servidumbre usaba en la cocina, lo llenó de carbón y luego de haberle prendido fuego y estando éste al rojo vivo, hundió su rostro en el anafre con el fin de desfigurarse el rostro. Sus sirvientas acudieron a auxiliarla ante sus desgarradores gritos de dolor, pero el daño ya estaba hecho.

En vez de su piel de lirio había jirones carbonizados. Su cara, antes belleza y cautivadora, ahora era un conjunto deforme de sangre coagulada y carne viva.

¿Por qué hizo esta Beatriz? Pensaba que sería la manera en que el Marqués de Piamonte se olvidaría de su amor para siempre. Suponía que extinguiéndose su belleza se acabaría también la fiebre de amor del Marqués y en consecuencia también la muerte de hombres inocentes que día a día caían muertos por él.

Al enterarse de ello, su amado corrió hacia la casa de Beatriz, donde la joven se encontraba todavía delicada. Descubrió el velo que por discreción habían colocado sus sirvientas sobre su rostro, y lejos de horrorizarse, su amor por aquella mujer se volvió aún mayor. No podía creer que hubiese un ser humano tan noble, que renunciara a tan deslumbrante aspecto físico sólo por salvar a otros. Ese mismo día le ofreció matrimonio, mismo que poco tiempo después se llevó a cabo en el Templo de La Profesa.

El día de la fastuosa boda, Beatriz llevó sobre el rostro un velo blanco que impidió a la gran cantidad de curiosos observar la desfigurada imagen de la que en otros tiempos fuera considerada la mujer más bella de la Nueva España. Siendo ya Beatriz y Martín marido y mujer, ella seguía saliendo a las calles a hacer actos de caridad, pero cubierta con un velo negro, como lo hacen las damas que guardan un luto riguroso.

De estos hechos sólo quedó el recuerdo, y es por ello que durante siglos y hasta el año de 1928, esta calle que hoy conocemos como la Calle de Jesús María, se llamó la “Calle de La Quemada”, como atestiguan las placas blancas con letras azules que antiguamente mostraban los nombres en el Centro de la Ciudad de México.