Rosalba Arenas tenía siete años el 28 de julio de 1957. Vivía en el Olivar del Conde, por el rumbo de Mixcoac. En esos años los servicios públicos eran deficientes: mal pavimento —cuando llegaba a haber—, faltaba drenaje y tenían que caminar un buen rato para llegar al lugar donde pasaban los autobuses. Su abuelo se levantaba a las dos y media de la mañana para hacer las labores de la casa: ir al establo y regresar con la leche para los niños.
A las 2:44 de la madrugada comenzó a temblar. Ya había gente despierta en la casa, pero lo que despertó a Rosalba fue el sonido de la alacena cayéndose: ella y su hermano Eduardo se levantaron, pero la abuela les gritó desde la cocina que se quedaran quietos. Nadie salió mientras todo se caía a su alrededor.
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El temblor del 57 también se conoce como “El Terremoto del Ángel” por ser una de las cosas más representativas de ese día: la victoria alada de la columna de Reforma cayó desde las alturas, quebrándose. La cabeza de esa escultura, maltrecha, se conserva en el Archivo General de la Nación.
Fue uno de los terremotos más devastadores de la Ciudad de México, comparándose —con sus debidas proporciones— con el de 1985. Hay cifras que apuntan a que hubo 700 muertos, aunque no se tiene un registro exacto de cómo se contabilizaron.
El periódico Excélsior fue mucho más conservador: redondeó la cifra en 59 muertos en la Ciudad de México, 33 de ellos fallecidos en el derrumbe del edificio ubicado en la esquina de Frontera y Álvaro Obregón en la Colonia Roma.
Existe registro en video de las acciones posteriores al sismo: la empresa British Pathé realizó un pequeño documental en el que se pueden observar los edificios destruidos, las salas de hospital llenas de heridos y miembros del ejército moviendo escombros.
En total, 25 edificios sufrieron daños mayores, aunque muchas casas quedaron dañadas. “Mi papá no vivía con nosotros” dice Doña Rosalba “pero en las primeras horas de la mañana llegó para ver cómo estábamos. Nos contaba de los edificios caídos de la Colonia del Valle y después nos enteramos de lo del Ángel. Había una fábrica de refrescos Jarritos, que quedó muy dañada”.
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Guadalupe Hidalgo Rosas nos cuenta que estaba con sus hermanos en la madrugada y no supieron qué hacer. El lunes trataron de ir a la escuela, pero los regresaron porque estaban revisando los edificios. Este terremoto replanteó la arquitectura de la ciudad, en un momento en el que se construian grandes rascacielos.
La revista Ferronales, publicada el 10 de agosto de ese año, recordaba que en 1941 hubo un terremoto similar que destruyó la ciudad de Colima y que con el de 1957 se ponía a debate si los edificios debían de tener más de siete pisos o si era una locura construir modernos rascacielos. En entrevista para aquella publicación, Diego Rivera apuntaba que debía de planearse mejor la ciudad “había que tener muy en cuenta las características movedizas de nuestro suelo y […] una reglamentación rigurosa para las construcciones”.
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Fue a partir de este sismo que se elaboró un Reglamento de Construcciones más completo, con la asesoría de la UNAM que complementaría al obsoleto Reglamento para los Trabajos de Exploración y Explotación de Yacimientos de Arena, Cantera, Tepetate y Piedra de 1932.
También se puso más atención a los protocolos de evacuación y protección civil, que se pusieron en marcha en un sismo de magnitud 7.6 ocurrido en 1979, sismo que pocos mencionan, pero que destruyó la Universidad Iberoamericana de la colonia Campestre.
Sin embargo, el sismo de 1985 dejó claro que algo había fallado en la Ciudad de México y que no estábamos preparados para algo tan grande. Para el Doctor emérito Roberto Meli, se debe a que no se cumplió —ni se sigue cumpliendo— con la norma de construcciones en un 100 por ciento: “Hace falta más personal que revise”, explica .
El señor Fidencio Guevara López, hoy jubilado y vecino de la colonia Nápoles, vivió todos estos sismos: en 1957 tenía 18 años. Hoy está por cumplir los 78. El día del sismo de 1957 se encontraba en un centro nocturno en San Juan de Letrán: “Estábamos tomando unas copas cuando todo se comenzó a mover. Salimos a la calle corriendo y volteamos a la Torre Latinoamericana, que acababa de construirse. Me acuerdo que la vi moviéndose de un lado a otro y pensé que se iba a caer. No pasó nada. Se escuchó un ruido fuerte y había polvo.
Yo vivía por el rumbo de la Merced y allá se cayó parte del Mercado. Al otro día fuimos a darnos una vuelta y vimos que había edificios caídos. Quedé muy espantado ¿pero sabes qué? Me pasó de nuevo en el 85: yo andaba por Salto del Agua y de nuevo, todo se cayó. Yo digo que la Ciudad de México se va a caer un día, pero ya estoy viejo, no sé si vaya a tocarme”.
Le preguntamos si la gente ayudaba a los rescates en 1957: “Sí, pero poco, no nos dejaban acercar a los edificios caídos, los veíamos de lejitos, ahí estaban los soldados. Todos mis amigos estaban más interesados en ir a ver al Ángel, que se cayó y que se hizo pedacitos.
Me acuerdo vagamente que era grande, enorme, pensé que era más pequeño. Pero eran otros tiempos. En el 85 hasta yo me metí a ayudar en las construcciones destruidas”.
Don Fidencio nos muestra una foto de cuando era joven. Bien vestido, salido de otra época.
— Si pasa otro terremoto ¿qué va a hacer?—le preguntamos
— Pos nada, ya ni puedo caminar bien. Ya si se cae mi casa, que sea lo que dios quiera— se despide de nosotros entre risas.