Lluvia y neblina fueron los compañeros de nuestro viaje durante el trayecto hacia Amecameca. A medida que el auto subía entre curvas a su destino final (Paso de Cortés), el clima parecía transformarse. Con el tiempo, el volcán Popocatépetl parecía despojarse de la manta que lo tenía cobijado.

Era de noche, pocos minutos antes de la una de la mañana. De la inmensa oscuridad apareció el imponente “cerro que humea”, que viene del verbo náhuatl “popoa” que significa “humo” y del sustantivo “tepetl” que quiere decir “cerro”.

Nos instalamos. Pasaron las horas. La claridad que poco a poco acentuaba los contornos y la capa blanca del volcán pronto tornaría en un juego de colores y texturas conforme el sol se apoderaba de la mañana. A una altura máxima de 5,500 mts., y con una edad de 730,000 años, aproximadamente, el Popocatépelt recibía el día junto a su eterna compañera, Iztaccíhuatl.

Después de quedar atrapado en un estado de contemplación, recorriendo cada una de las formas que desaparecían para dar paso a otras que emergían, una capa de neblina anunciaba el fin del espectáculo.

La cortina blanca y fría volvía a cerrar –con cautela– el hermoso paisaje que por minutos nos regaló esa mañana. La imprevista forma en la que todo se produjo duró poco tiempo. A cambio nos regaló imágenes dignas de ese imponente escenario.