El chiste salió de una página de Facebook, la publicación estaba ilustrada por un letrerito de un puesto callejero, que se volvió viral. ¿Quién era el genio del marketing detrás de esta pieza publicitaria? Había que averiguarlo.

Como el ocio es grande y el poder de las redes sociales también, algún comentarista anónimo reveló la ubicación: «Yo he visto ese puesto, está a la salida de la delegación Iztapalapa». Creyendo a ojos ciegos en ese comentario, nos lanzamos en la búsqueda del vendedor misterioso. Y como el que busca encuentra, después de una travesía urbana nos encontramos frente a frente con el letrero y con la mente sagaz que lo trajo al mundo.

No era él, sino ella: se llama Paulina Padilla Castillo, aunque todos sus clientes y conocidos simplemente la conocen como La Güera. Apenas nos acercamos y ya está dispuesta a lo que mejor sabe hacer: ofrecer sus productos con una sonrisa en el rostro y una actitud abierta y dicharachera. Cuando le preguntamos que si ya sabía que su cartel se había hecho popular, se muestra sorprendida: «¿Cómo crees? Bueno, sí he visto que vienen y le toman fotos, pero no manches, ahora resulta que ya hasta soy famosa», nos dice entre risas.

cartel grosero iztapalapa

Foto: Pável M. Gaona

¿De dónde le vino la idea? Su respuesta es simple: «Fue por la necesidad. Mi esposo y yo tenemos ya 20 años de casados, y nos conocimos vendiendo. Él vendía zapatos y yo vendía cassettes de salsas y de rancheras, en los tiempos en los que todavía se usaban. Imagínate. Luego, cuando ya nos casamos, pusimos este puestecito de botana. También tenemos otro puesto aquí a un lado, pero éste es de ropa. Nos la hemos visto negras, pero la cosa es buscarle: los mexicanos estamos jodidos por mensos, porque si no hay chamba, ni modo de lamentarte, uno encuentra la forma de salir adelante, sobre todo cuando tienes hijos».

Madre de tres hijas, eso no le ha quitado su carácter pícaro y alburero. Por el contrario, es una habilidad que ha adquirido y agudizado con los años: «No, si cuando yo llegué acá a vender no era así, pero luego se la quieren agarrar a una de pendeja y se tiene que poner viva con los albures. Dicen que la mula no era arisca, pero la hicieron a palos. Oye, pero siéntate, que te veo cansado», nos dice entre sonoras carcajadas.

También reconoce que no falta el asustado que le ha dicho que su letrero es ofensivo o vulgar. «Sobre todo las viejitas, las que vienen al parque a bailar danzón, son las que me hacen caras. Una vez una señora me dijo: “Ya te iba a comprar cinco bolsitas, pero por tu letrero grosero ya no”. Ya nada más le respondí a la doña: “Uy, seño, si nos ponemos a vernos el culo vamos a ver quién lo tiene más cagado”. Ya nada más me hizo gestos y se fue. Yo digo que es parte del habla de todos los mexicanos, todos mentamos madres alguna vez, y el que no, es porque ha de sentirse gringo».

Quienes ponen cara de fuchi ante su letrero son los menos, pues recibe muchas más felicitaciones que, por fortuna, se traducen en ventas. «Pasan sobre todo chavos que desde lejos me hacen señas y me gritan: “¡Está bien chido su letrero!”. La gran mayoría se regresan y me compran. Además la gente de aquí ya me conoce bien y saben que vendo buenas cosas. Todo es fresco, yo me surto directo en la fábrica, por eso es que no ofrezco cosas viejas y además puedo dar buenos precios. Pon tú: estas alegrías que yo doy a cinco, otros vendedores las dan mínimo a 10 pesos».

Sucumbiendo a la tentadora oferta, compramos una alegría de amaranto con cacahuates y en efecto: está sabrosa y crujiente. Apenas nos despedimos y se sienten unas tremendas ganas de volver a este pequeño puestecito ubicado justo al frente del edificio de la delegación Iztapalapa.

«¡Ah, no se te vaya a olvidar poner en la entrevista que estoy aquí todos los días de ocho a ocho, menos los martes y los jueves que es cuando descanso!», nos grita al mismo tiempo que agita la mano.

Dicen que la alegría no tiene precio, pero no podrían estar más equivocados: La Güera la vende envuelta en celofán y, «¡chingue a su madre, cuesta sólo 5 pesos!».