Me llamo Enrique y soy gay. En la escuela no fui particularmente blanco de bullying por homofobia, aunque sí testigo silencioso de quienes lo sufrían y de la indiferencia por parte de maestros y directores. Estudié en una universidad que promovía espacios de diálogo, investigación y recreación en un contexto seguro para todas las orientaciones sexuales e identidades de género. En el periódico del campus escribía una columna semanal y en la estación de radio estudiantil participé en un programa de diversidad sexual. En varias materias y seminarios exploré temas como el matrimonio igualitario para mis ensayos finales. Mis primeras experiencias profesionales fueron en una agencia de derechos humanos del gobierno neoyorquino donde mi jefe era un abogado defensor de personas transgénero. Después estuve en una organización internacional LGBT, y ahora casi todo mi trabajo consiste en hablar y escribir a favor de la diversidad. Me llevo muy bien con mi familia. Si acaso, nuestra relación ha mejorado desde que salí del clóset. Convivo con ellos y mi novio, y somos bienvenidos en casa de mis suegros y cuñados.

Vivo en la única ciudad de México donde las parejas del mismo sexo pueden casarse legalmente. Donde la población LGBT es tan diversa que organiza dos marchas del orgullo en el mismo mes. Donde me siento más seguro que en otros lados caminando de la mano o besando en la calle a otro hombre (aunque suene a lugar común). Donde amigos de toda la república vienen a contraer matrimonio para regresar a sus estados con el acta bajo el brazo a manera de trofeo. Donde para algunos candidatos la población LGBT representa otro nicho a convencer, otro botín político a embolsarse, aunque muchos activistas no vean esto como una oportunidad a explotar. Donde, como dice Ana Francis Mor, nadie que pretenda gobernar se atrevería a hablar públicamente en contra de gays, lesbianas, bisexuales y personas trans. Donde hay un centro comunitario LGBT que hoy representa un reto para el gobierno y la sociedad civil. Donde mis opciones de entretenimiento no se limitan a bares gays, y donde éstos, además, no son pocos. Donde hay festivales de cine, teatro, artes plásticas, espectáculos de danza, conferencias, encuentros universitarios y flash mobs que exponen y celebran la diversidad sexual.

Así que no hablo desde la experiencia del maltrato, el ostracismo familiar, el clóset laboral. No he experimentado la homofobia de manera agresiva y focalizada. He vivido al ladito de la homofobia. No soy víctima o depositario visible de ella. La observo y la siento. Y la ejerzo, sin darme cuenta, más seguido de lo que quisiera.

En 2004, el profesor francés Louis-Georges Tin convocó a personas de todo el mundo a conmemorar el Día Internacional Contra la Homofobia (IDAHO, por sus siglas en inglés). Eligió el 17 de mayo para recordar la fecha en que la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de su lista de desórdenes mentales. Organizaciones, actores, escritores, deportistas, políticos, periodistas y ciudadanos menos famosos han impulsado la iniciativa. Aquí, Felipe Calderón se ha negado siquiera a nombrar el problema con todas sus letras, pero hemos visto que su rol es prescindible para lograr avances en México en este sentido. Lejos de atorarse en reclamos al presidente, en todo el país hay personas que trabajan hoy y todos los días en contra de la homofobia y la transfobia.

Todos, con intención o sin querer, somos responsables de fortalecer la homofobia: en la escuela, en el trabajo, en el transporte público, en redes sociales, al votar, mediante los productos y servicios que consumimos. Cuando aplaudes el chiste homofóbico de un comediante en la televisión. Cuando crees que es normal que un mesero te llame la atención por abrazar a tu novia en un restaurante. Cuando permites que un alumno moleste a otro porque es afeminado. Cuando insultas a la pareja de chavos junto a ti en el metro. Cuando te callas ante la burla del instructor de yoga a una compañera transgénero. La homofobia es un problema complejo, grave y urgente de atender. Quedarse en silencio ante ella, como hace el gobierno federal, es abrirle las puertas. No hablar de ella es darle más poder. Es dejar que siga existiendo y que siga amargando, entorpeciendo y terminando vidas.

Paradójicamente, luchar contra la homofobia no es tan monumental como suena y todos somos capaces de combatirla: cuando promueves un salón de clases amigable para cualquier preferencia. Cuando invitas a las parejas de todos tus empleados a la cena navideña. Cuando señalas el lenguaje transfóbico de un periódico. Cuando reclamas al personal de un hospital que sean groseros con la pareja homosexual de un paciente. Cuando invitas a la novia de una amiga a tu boda. Hoy es Día Internacional Contra la Homofobia, pero la tarea y el ejercicio son de todos los días.