Por Ira Franco

Las luces amarillas de la ciudad de Tánger arropan el andar de Eve, Tilda Swinton, quizás el rostro más elegante y enigmático que haya visto el cine en medio siglo. En su más reciente entrega, el director Jim Jarmusch se despega de ese rostro y esos gestos para hacer funcionar esta historia de amor vampírica en la que el tedio funciona como un extraño combustible.

Aunque al principio Sólo los amantes sobreviven (2013) puede parecer un mero ejercicio de estilo, la cinta enreda la cola con artificios jarmuscheanos que nos regalan lecturas más profundas: un iPhone blanco convive con una guitarra de principios de siglo XX, las ropas decimonónicas dejan ver gadgets análogos de los 80; la acumulación de objetos, libros, referentes culturales y nombres como pruebas del paso del tiempo para aquellos que no pueden envejecer. El goce de la música como una razón para vivir, quizá la única que no pierde su validez con el tiempo.

A pesar de los 20 años reales que los separan, Swinton hace una pareja chispeante con Tom Hiddleston quien interpreta a Adam, un músico embebido en un descontento existencial tomado de los libros de Byron y Shelley, con quienes, por cierto, solía tomar el té. Hay algo en la subsistencia tan controlada de estos dos vampiros (una palabra que nunca se menciona en la cinta) que los aleja de la vulgaridad huma- na y nos permite reconocernos entonces en lo intemporal: los libros, los desgarres de un violín, la vida en soledad.

Con el gusto exquisito en la música al que Jarmusch nos tiene acostumbrados, hay momentos realmente soberbios en la cinta, como ver a Tilda bailando o la lúcida reinvención de Christopher Marlowe como un viejo vampiro que toma una copa de sangre en Marruecos. Muchas otras referencias culturales están allí para los espectadores-lectores, pero rescato, ante todo, el uso de Detroit como segundo escenario y metáfora de aquel páramo que espera renacer. Si eres capaz de tolerar el tempo suave y silencioso de Jarmusch, ésta es una historia espectacular.