Por Josue Corro

«La

verdadera tristeza se encuentra en fingir que todo está bien». Con estas

palabras, Walter Black, o mejor dicho, su álter ego -un castor-títere de

peluche-, define la crisis que experimenta este padre de familia, empresario y

maniaco-depresivo.

Durante los primeros minutos del film, un narrador

nos muestra, a un Mel Gibson sumergido en

una tristeza bíblica que también afecta a sus seres queridos: su esposa se ha

vuelto adicta al trabajo, Porter, su hijo mayor lo odia, y el menor tiene problemas con

sus habilidades sociales. La cinta no plantea una razón por la cual Walter se

ha vuelto una tristeza alcohólica, ni tampoco un hombre a medio morir; sin

embargo sí plantea una solución: la noche que intenta suicidarse, se detiene

porque El Castor (que minutos antes se colocó en la mano izquierda), se ha

vuelto un mecanismo de defensa psicológico. Walter ya no tiene que fingir que

su vida es perfecta, ahora tiene una voz, un muñeco que se vuelve su confidente

y agente catártico para poder enfrentar a un mundo que no comprende.

Sí, como

has leído: un hombre deprimido utiliza un títere para comunicarse con la gente

y "curarse".

Esta

premisa, que en principio suena como una mala parodia de Jekyll & Hyde, es

todo lo contrario: es un drama melancólico, cursi y que le debe todos los

halagos a la actuación de Mel Gibson. Este actor, sumergido en dimes y diretes

por sus declaraciones políticamente incorrectas, logra que olvidemos su vida

fuera (o detrás) de las cámaras, y brinda un trabajo impecable. Sus ojos

deprimentes y esa tristeza que emite su voz, son inversamente proporcionales al

manera en que dota de vida al títere que trae en su mano. Ambos se transforman

en una simbiosis de redención, lucidez y amor filial.

Hablando de

familia, Jodie Foster no sólo encarna a su esposa, también dirige esta cinta

que se enfrasca tanto en el trabajo de los actores, que olvida darle un ritmo

natural a la cinta; pero ya llegaremos a ese punto; porque antes, vale la pena

hablar de una subtrama del guión y que al final se vuelve el punto más

atractivo y sólido de la cinta: la crisis adolescente de Porter (Anton Yelchin,

una vez más demuestra que es uno de los actores jóvenes con mayor talento). Él

es un chico con dos talentos excepcionales: a) escribe ensayos escolares

adaptando la personalidad de todo aquel que pueda pagar sus servicios y b)

tiene la capacidad de identificar cualquier parecido físico o psicológico que

comparte con su padre… para tratar de erradicarlo. Su historia se torna

relevante cuando trata de conquistar a la chica más popular de su escuela (la

bellísima Jennifer Lawrence), quien tiene un pasado oscuro y doloroso. En el

proceso de conocerse, cortejarse y madurar, tanto Porter como Walter enfrentan

sus miedos y la conexión sanguínea entre el perdón y la aceptación.

Foster

maneja este pequeño bloque de su cinta con bastante talento: los actores son

naturales y la empatía que desprenden logran que por instantes, no nos

preocupemos por la veracidad con que se manejan el tema de la depresión y mucho

menos, la tranquilidad económica y emocional que atraviesa la familia. Ese es

otro error de la directora: existen demasiadas incongruencias en el ritmo: la

primera mitad es un platillo de comedia y drama, donde los personajes se notan

humanos y vulnerables; pero los últimos minutos, Foster se deja embriagar por

el peso de un guión complejo, y por una premisa que se le salió de las manos. Es una lástima que The Beaver se vuelva un cuento de hadas manipulador donde

las sonrisas, lágrimas y música emotiva son gratis.

Lo bueno de Mi otro yo es que no tenemos que fingir que somos felices: ese sentimiento sólo

se consigue durante los primeros cuarenta y cinco minutos, donde realmente hay

una experiencia cinematográfica: emociones que surgen de la humanidad de una

historia. Lo sentimos, señorita Jodie

Foster, usted necesita un títere de peluche que le diga que aún le falta talento

para ser directora.