Voy a decirlo sin tapujos: yo esperaba encontrarme con un loco. Había leído sobre Enrique Metinides, el fotógrafo que trabajó desde niño cubriendo la fuente policiaca, el mejor ojo que ha tenido este país para retratar el caos; imágenes gloriosas de accidentes, asesinatos, suicidios y toda la barbarie subproducto de esta ciudad insomne. Lo admiraba, admiraba sus fotografías –quién no– pero nunca se me ocurrió que el observador de esos pequeños infiernos cotidianos podía ser en realidad un hombre cálido, sensato, cabal. Ahora veo que ése ha sido uno de sus mayores talentos: no enloquecer.

Trato de indagar sobre su educación, sus padres, ¿dónde estaban?, ¿cuál era su obsesión con la muerte violenta, con los accidentes?, pero Metinides no acusa de recibidas mis preguntas. Quizá no se acuerda o quizá no le parece interesante: don Enrique no quiere contar los porqués, le gustan más los qués, los cómos.

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Foto: Alfhaville Cinema

EL CINE, SIEMPRE EL CINE

Después de ver muchas fotografías, de entrar a su famoso cuarto semiclausurado por la memorabilia que guarda relacionada con los bomberos, después de que nos platica sobre su colección de ranitas («¿son de la suerte, qué no lo sabía?») y las tres o cuatro veces donde estuvo a punto de perder la vida por andar sacando fotos, me empieza a taladrar una hipótesis: sospecho que el deseo inconfesable de Enrique Metinides siempre fue hacer cine.

Su colección de dvds no es nada despreciable y por todos lados hay cámaras, pósters de estrellas de Hollywood y una obsesión por la organización perfecta, metódica, muy propia de los directores. Casi puedo confirmar esta sospecha (casi, porque ante la pregunta directa siempre responde una evasiva) cuando nos cuenta que, además de fotos, cuando le era posible también grababa video. «¿Quiere ver algunos?», dice, abriendo una pequeña caja de Pandora. Nos invita a su habitación, nos sentamos en su cama y lo escucho narrar cada escena con una pasión que no muestra con las fotos. En varias horas de entrevista nunca vi brillar sus ojos como al relatar el contexto de aquellos clips de video, que grababa trepado en el techo de las ambulancias a las dos de la mañana, a punto de llegar a la escena de un crimen. Metinides hubiera querido que salieran en el documental. «¿A poco no hubiera estado bueno?», pregunta, y yo no puedo más que hacer una edición mental con esas imágenes, en una especie de loop macabro, con sonido distorsionado, el aviso de una pesadilla que tendré esa misma noche. «Quizá sí», responde, «pero ¡ahí está la prueba don Enrique! Usted siempre quiso hacer cine», le digo. Por eso es que sus fotografías parecen puestas en escena, por eso es que a veces le han preguntado de dónde sacaba tantos y tan buenos actores, insisto, aunque él siga prefiriendo contar los cómos y no los porqués.

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Foto: Edgar Durán

Uno de esos videos me llama la atención particularmente, uno en el que tres policías arriesgan sus vidas para sacar el cuerpo de un ahogado en un río creciente. «Se desbarrancó un camión y allá fue a dar un muchacho», dice, con esa voz despojada de cinismo, compasiva, pero centrada en lo concreto, siempre lo concreto. El agua está a punto de arrastrar aquel cuerpo y mandarlo al fondo del agua, y yo pregunto por qué tres vivos exponen la existencia y resbalan varias veces para salvar a un muerto. Es entonces cuando veo la verdad más pura no dicha de don Enrique: en cada foto que tomó, siempre estaba pensando en las familias. «Era importante recogerlo o ya no iban a encontrarlo para darle entierro», dice, escueto.

ENRIQUE, CONTADOR DE HISTORIAS

Nacido en 1934, Metinides sigue siendo un hombre fuerte, su sentido del humor está intacto y tiene un arsenal de historias que contar, extraordinarias, exquisitas todas hasta para el cronista más pintado: el día que Monsiváis fue a su departamento, simplemente no se quería ir: «Cuénteme más», le pido. Todas esas historias hablan de una ciudad que ya se fue, donde los autos chocados podían quedarse semanas a la mitad de la calle, con un oficial que cuidaba de ellos mientras se verificaba si había delito; una ciudad donde los policías realmente querían ayudar, donde los paramédicos aún no tenían códigos y claves para hablar de los accidentes: «Yo inventé esas claves para las ambulancias, para que los familiares no tuvieran que oír por casualidad lo que le había pasado a su muerto», revela. Al final de nuestra entrañable charla, la pregunta sigue siendo la misma (hago mi último intento): ¿qué sentía al ver todos esos cuerpos sin vida? «Horrible, a veces me venía a llorar a mi casa, pero déjeme contarle otra cosa», dice y nos envuelve con otra historia, quizás la más triste, la de una mujer que se colgó del árbol más viejo, más frondoso y más alto del Bosque de Chapultepec porque el marido, en un pleito de divorcio, no la dejaba ver a su hija para entregarle su regalo de cumpleaños. «Traía una carta en su bolsa donde explicaba por qué se había suicidado», me dice y por primera vez noto un poco de pesar. Es una fotografía muy famosa, ha estado en galerías de Nueva York, de Londres: necesita que el mundo sepa el destino de ese árbol: «Imagínese, el árbol más viejo de todo Chapultepec, un árbol hermoso, lo cortaron estos tipos del gobierno. Eso sí fue un crimen, un verdadero crimen», dice, sin notar, quizá, la magnífica paradoja que eso implica.

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Foto: Alfhaville Cinema

El hombre que vio demasiado, estreno viernes 16 de junio, en cines