Por Ira Franco

Ninguna película de Lars Von Trier puede ser criticada como obra única y sin embargo, Melancholia lo es. Dentro del cúmulo de su trabajo como director—que entre otras cosas se caracteriza por presentar mujeres con sufrimientos paroxísticos, a veces con tintes melodramáticos como la enceguecida Björk en Dancer in the Dark (2000)—Melancholia puede ser vista como un remanso tonal, en la que Lars contiene el sufrimiento de su protagonista Justine (Kirsten Dunst) a un estado de depresión simbólica y subyacente. La expresión de la tristeza de Justine está afuera: un planeta azul llamado Melancolía que está a punto de chocar y destruir a la Tierra. Es el día de su boda y Justine quiere ser feliz pero es incapaz de sostener ninguna ilusión: tiene el terrible talento de ver las cosas como son. Su hermana (Charlotte Gainsbourg) le ha organizado una boda fastuosa, tratando quizás de encubrir la amargura de toda una familia, pero Justine sabe que la vida en la Tierra terminará pronto y es lo único que la libera. Dunst, quien ha declarado sufrir severos estados depresivos, entrega una de sus mejores actuaciones en Melancholia y de hecho ganó en 2011 a la mejor actriz en Cannes por esta cinta, que también fue nominada a la Palma de Oro, aunque su posibilidad de ganar fue saboteada por el propio director Lars Von Trier cuando hizo un chiste sobre ser nazi. Pero el mal gusto para las bromas de Lars es completamente opuesto a la riqueza visual que entrega en Melancholia, una de sus cintas más wagnerianas, opulentas y francamente bellas.