Por Verónica Sánchez Marín

Lincoln (EUA, 2012) será sin duda una de las películas más memorables que Steven Spielberg haya realizado. El director estadounidense crea un retrato agudo del líder de una nación en un momento de crisis histórica: la aprobación de la 13a enmienda, que abolió la esclavitud, en la Cámara de Representantes de la época y cuyo principal orquestador fue el presidente Abraham Lincoln. Con guión de Tony Kushner y adaptada del libro Team of Rivals: the Political Genius of Abraham Lincoln (2005) de Doris Kearns Goodwin, la película refleja el dilema que enfrenta el presidente estadounidense en los últimos cuatro meses de su vida: ¿debe abolir la esclavitud de una vez por todas, incluso si eso significa prolongar la Guerra Civil?

Estamos en 1865. La batalla ya ha tomado miles de vidas. Y la campaña de Lincoln (Daniel Day-Lewis), que prohíbe el comercio de la población negra, está siendo frustrada por un recalcitrante Congreso. Es entonces que el mandatario se vale de su poder para conseguir los votos suficientes en la Cámara, desde pactar por debajo de la mesa hasta comprar consciencias con puestos gubernamentales, bajo la complicidad de un grupo de aguerridos políticos como William Seward (David Strathairn), Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones), y Edwin Stanton (Bruce McGill).

Spielberg logra mantener un registro de cada personaje: quiénes son y cómo se aliaron a favor o en contra de su presidente. Y aunque la plástica lo distingue, en este caso el director deja ver su colmillo hollywoodense al mismo nivel que el propio Clint Eastwood.

La cinta está dotada de una gran sencillez, como la de su héroe, quien se complace en presentarse como un abogado campirano, aunque sus modales informales enmascaran a una mente astuta y a un político formidable. Otra de las cosas que la hace sobresaliente es que se aleja del tradicional drama biográfico norteamericano para mostrar de manera íntima y a partir de ejemplos históricos, una parte de la vida de Lincoln, el hombre, que a pesar de su alegría, tenía tendencia a la melancolía.De manera minuciosa y con humor moderado, el director también expone cómo funciona el sistema político de Estados Unidos.

Los claroscuros color marrón de la fotografía de Janusz Kaminsky evocan a la Norteamérica de la mitad del siglo XIX, y la banda sonora a cargo de John Williams hace eco de ese contraste matizando las escenas con delicados pasajes orquestales de piano, violín y banjo.

Aunque Lincoln comienza con bayonetas, lodo y rifles, además de soldados luchando cuerpo a cuerpo, las cuestiones bélicas son tratadas más sobre la mesa que en el campo de batalla. La dinámica que predomina es el juego verbal: diálogos inteligentes, emociones contenidas, despojadas del artificio melodramático y sí más cercanas a la crueldad afectiva.

Daniel Day-Lewis transmite con su personaje crudeza y gracia, característicos en todo su trabajo actoral. El presidente era un orador brillante, y en la película hay escenas donde Lincoln se entretiene contando anécdotas de su juventud a los soldados, telegrafistas, y a los miembros de su gabinete con paseos metafóricos cuyas implicaciones no siempre son claras.

El drama familiar de Lincoln es otra batalla aparte. Debe sobrellevar la constante histeria de su esposa Mary (Sally Field), quien además lo culpa de la muerte del primogénito de ambos. Mientras tanto Lincoln lucha por convencer a su hijo mayor Robert (Joseph Gordon-Levitt) a no enlistarse en la guerra. Es con su hijo menor Tad (Gulliver McGrath) con quien lleva una relación tierna.

Los temas que abarca la película son poderosos, pero ninguna más imponente que la actuación de Daniel Day-Lewis: su voz temblorosa, su cuerpo angular pero flexible, moviéndose con lentitud por los pasillos de la Casa Blanca. No se necesita una bola de cristal para pronosticar que tiene altas probabilidades de ganar el Oscar.

Con El color purpura (1985) y Amistad (1997), el director ya había tocado el tema de los derechos civiles de la población negra, y con Munich (2005) los terrenos histórico-políticos, pero es con Lincoln que Steven Spielberg logra conjugar ambos tópicos, con neutralidad y sobriedad. El realizador retorna con este filme a la forma y a la confirmación de que sigue siendo capaz de lograr obras notables en la pantalla de cine después de las decepcionantes Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (2011) y Caballo de guerra (2011). Lincoln está al nivel de sus piezas maestras Salvando al Soldado Ryan (1998) o La Lista de Schindler (1993).

Lincoln es una de esas películas que se volverán clásicas e imperdibles en la historiografía gringa gracias al talento, invención y energía de su director al contar una historia crucial de ese país y de un hombre al centro de la vorágine, que actuó creyendo que hacía lo correcto.