Por Ira Franco @irairaira

Vamos a quitar esto de en medio: para quien escribe esta crítica, los musicales apestan – no puedo con la repugnante idea de que una persona pueda estar a la mitad de una hamburguesa y de pronto se levante, muy oronda, a bailar y cantar -, pero La La Landes una maldita maravilla.

La cinta funciona como un finísimo reloj de cuerda, como un mecanismo suave y elegante que respira el ritmo de la melancolía del jazz y los clásicos sueños de Hollywood. David Chazelle (a quien conocimos por Whiplash, 2014) escribe y dirige este logro del cine sobre el cine: una obra en muchas capas que teje una estupenda historia de amor – de incomparable química entre los actores Ryan Gosling y Emma Stone -, pero que se da el tiempo para meditar sobre el significado de la ciudad, la música, los deseos (a veces, de cartón) que vende el celuloide y el sacrificio que implica ser un verdadero artista.

De la mano del pianista de jazz Sebastian (Gosling) y la aspirante a actriz (Stone), la cinta nos seduce para imaginar que se puede bailar tap de puro amor, mientras se disfruta de las estrellas en el observatorio Griffith de Los Ángeles, ciudad, por cierto, constantemente deconstruida en esta película como un lugar absurdo, bellísimo.

La La Landrecibe con los brazos abiertos las convenciones del género, en cintas de aquel Hollywood vintagecon Ginger Rogers, Fred Astaire o Gene Kelly, pero también se concreta en niveles de referentes visuales más culteranos, como aquellos suntuosos musicales del francés Jacques Demy (The young girls of Rochefort, 1967) que impresionaron hasta al mismo Truffaut. Imperdible, de verdad, incluso para los haters, como yo, del género.