La ópera prima como director del comediante Jordan Peele es una de las parodias de horror (¿racial?) más provocadoras y divertidas de los últimos años: como buena farsa subversiva ya está levantando algunas cejas, sobre todo del ala conservadora de los blancos en Estados Unidos, seguidores de Trump, que lo acusan de racismo “al revés”.

La historia comienza cuando Rose (Allison Williams), la típica chica blanca, millorania y llena de culpas liberales lleva a Chris, su novio negro, a la finca de sus padres, un neurocirujano y una psiquiatra (interpretados con una buena dosis de sutil creepiness por Bradley Whitford y Catherine Keener). Al llegar, Chris (el británico Daniel Kaluuya) empieza a sentirse extrañamente claustrofóbico en un lugar donde no tienen más que comentarios amables -quizás demasiado amables- para los afroamericanos. Que si Obama es lo mejor que les ha pasado, que si Chris podría jugar al golf como Tiger Woods: la familia delira estereotipos liberales y políticamente correctos mientras dos criados (negros) deambulan con la mirada perdida por la casa.

Escrita con un gran filo y timing por Peele (hijo en la vida real de un matrimonio interracial), la cinta se da el lujo de presentar una historia sarcástica, llena de suspenso, actual y horripilante al mismo tiempo, pues la idea de una sociedad secreta de blancos que se torna amenazante para los negros tiene punzantes paralelismos con la realidad. Ante todo, la cinta funciona porque el personaje principal tiene hondura, un pasado que le llena de culpa, y la alegoría semi-zombie no le regresa a la superficie. Divertida e intrigante, la cinta prueba que todavía hay que contar sobre el horror social que nos aqueja de distintas formas.