Por Verónica Sánchez Marín

Ganadora de la Sección “Una Cierta Mirada” en el Festival Internacional de Cine de Cannes 2012, así como mención especial en el Festival de San Sebastián, dentro de la Sección Horizontes Latinos, Después de Lucía (Francia-México, 2012), escrita y dirigida por Michel Franco, es una producción de manufactura impecable con exceso de melodrama y tremendismo, una historia cruda realizada con la verosimilitud lógica del problema social que aborda: el bullying. Realista y dura, la cinta narra la historia de Alejandra, una joven que se muda con su deprimido padre a la Ciudad de México tras la muerte de su madre. En su nueva escuela sus recientes amigos primero la arropan para después denostarla hasta convertirla en víctima de violencia.

Este es el argumento de una historia que hace del público un espectador incómodo que sólo puede atestiguar lo que sucede en la vida cotidiana de los protagonistas; Alejandra (Tessa Ia) y su padre Roberto (Héctor Mendoza), sin impedir o ayudar en algo. Y es que ambos personajes, rotos y silenciosos, intentan ocultar ante el otro una amargura basada en una ausencia irreparable. La relación padre e hija es uno de los elementos más dolorosos de la historia, ambos encerrados en su mundo, concentrados en su dolor, imposibilitados de ver lo que el otro atraviesa, empeñados en ocultarse, mutuamente, la dura realidad. Llena de pequeños detalles que nos hablan de ese amor silencioso, Franco retrata la imposibilidad de quitarse vendas para abrir su corazón entre ellos.

Seis meses después de la muerte de su esposa Lucía, Roberto decide empezar una nueva vida junto a su adolescente y única hija Alejandra en la Ciudad de México. Cuando parece que todo empieza a ir bien para ambos, la joven se ve atrapada en un escándalo. En un viaje a Valle de Bravo con sus compañeros de clase, bebe de más, fuma marihuana y tiene relaciones sexuales con un compañero que graba el encuentro con la cámara de video de su teléfono celular. Otro de los estudiantes sube el video a Internet y Alejandra, además de la vergüenza, en adelante es etiquetada como chica fácil. Y comienza a soportar una serie de ataques contra su dignidad y autoestima. Los estudiantes la molestan desnudos en el interior del baño de mujeres, le hacen comer un pastel de excremento hasta provocarle el vómito dentro de un salón de clase, sus compañeras la golpean y le cortan el pelo en casa de una de sus “amigas”; todo esto sin que Alejandra reaccione para defenderse.

Súbitamente se convierte en una víctima impasible. La serie de abusos se acentúa cuando la preparatoria organiza un viaje de práctica a Veracruz. Durante la estancia en ese estado sureño los estudiantes de clase media y media alta conservadora se convierten en delincuentes. Alejandra es encerrada en el baño de un cuarto de hotel y violada por estudiantes borrachos y drogados sin que el resto del grupo se levante en defensa de la joven bonita, inteligente y agradable, cuya única diferencia con el resto del grupo es que llegó de Puerto Vallarta a la Ciudad de México.

En la siguiente escena es alcoholizada a la fuerza, orinada por sus compañeros en la playa frente a una fogata y forzada a meterse al mar. De alguna manera Alejandra escapa y va a Puerto Vallarta sin avisar a nadie. El padre busca a la hija durante una noche y a la mañana siguiente, desesperado decide tomar venganza, convirtiéndose también en delincuente.

Una de las máculas fundamentales del personaje es su capacidad autodestructiva. Tolerar cualquier vejación sin reaccionar ni buscar justicia es prueba de que, en el fondo, la joven está sumergida en un vórtice de depresión y culpabilidad; lo suyo, es la flagelación por silencio.

Aunque la primera parte de la cinta tiene un inició lento y poco claro –que podría exasperar a todos aquellos acostumbrados a que las situaciones se revelen muy rápido–. Ese silencio que invade los primeros dos tercios del film se quiebra cuando el acoso y la violencia hacen acto de presencia. Sin perder la cualidad voyeur, las escenas rodadas en largos planos fijos, la acción se vuelve salvaje y un gancho al hígado del –hasta ese momento– indignado espectador.

Si la insensibilidad adolescente de los niños de El Señor de las moscas (EU, 1990) de Harry Hook nos erizó la piel –donde la animalidad incivilizada en busca del poder y el dominio aparecen en la crueldad de la infancia–, en Después de Lucía el tratamiento inhumano de los jóvenes verdugos es escalofriante por carecer de toda justificación externa. Dado el número de muchachos involucrados, pareciera inconcebible que ninguno de ellos cuestione la conducta del grupo, pues a medida que las torturas crecen, los métodos se vuelven más extremos.

La cámara estática con tomas generales y de larga duración permiten prestar atención a los elementos nimios del encuadre; una ausencia de banda sonora –que acentúa la frialdad de la cinta– transmite una atmósfera natural e hiperrealista, gracias también a las destacadas interpretaciones de su elenco. Tessa Ia, que lleva el peso de la película, consigue credibilidad al crear un personaje que se transforma física y mentalmente ante el dolor.

Si bien el tema que más sobresale en el filme es el bullying, no es el único presente. Luce la relación padre-hija, los sentimientos de culpa, de la incompetencia de las autoridades para juzgar a los menores cuando cometen delitos, las falsas amistades. A pesar del tema, éste no resulta moralista. Y esa es la realidad en estado puro: la civilización no es suficiente para contener al depredador que instiga lo peor.

CHECA AQUÍ LA ENTREVISTA QUE TUVIMOS CON EL DIRECTOR MICHEL FRANCO, UNO DE NUESTROS #ORGULLOSCHILANGOS.