Parece como si existiera el otro yo del “Gordo” Mata. Tiene la mirada fija, el rostro surcado por un gesto de malhumor. Una dureza amenazante a punto de estallar, tal vez reventando a balazos el cristal de una pequeña cabina donde está encerrado. Como si fuese el “Cochiloco” arrinconado en una emboscada. Pero no. Joaquín Cosío graba la voz de un vampiro para un corto animado, se quita los audífonos que le alborotan el pelo entrecano, los coloca sobre el micrófono, se sube los anteojos a la cabeza, abre la puerta y me extiende una mano gruesa y grande. Con serenidad. No es como sus personajes de matón. «Es muy difícil escaparte de tu casting», me dirá unas horas después, la resignación destellando por unos instantes.

Su voz, grave pero no intimidante cuando me saluda, se transforma en la cabina. Es incluso aguda. Bastan un par de indicaciones y él entrega una risita burlona, un grito de incredulidad de un invicto derrotado inesperadamente, un gorgoteo, un deleite de satisfacción como si acabara de extraer la sangre de alguna víctima y se relamiera los ¿colmillos? «Ahora sé para qué sirven. Creo que en algún momento sí los ocupé», dice, y suelta una carcajada. Se refiere a sus propios colmillos, tan prominentes que a veces parecen sus únicos incisivos a través de su sonrisa amplia. Y Joaquín sonríe mucho.

Al terminar su trabajo, espera recargado en una pared, su saco y su maletín arrumbados en el suelo del pequeño estudio, para arreglar el papeleo. Entonces me pasa su iPhone. En la pantalla se ve una foto de Mateo, su hijo nacido el 16 de septiembre. Y él mismo desliza el dedo sobre la pantalla táctil para mostrarme otra y otra foto de su bebé. Hace un año, decía que no abrigaba la idea de tener un hijo; no tenía ningún referente de familia. Por lo menos no en su infancia. Pero ahora es diferente.

Veo las fotos. En una tiene al bebé en brazos, recargado a su pecho. «Pude romper un miedo atávico a la familia», dice. Joaquín Cosío está feliz. Y no lo oculta. Sonríe y levanta las cejas, bamboleando apenas perceptiblemente su cuerpo. Puro orgullo. Ya no parece matón despiadado. El saco puesto y el maletín en la mano lo mimetizan con la cotidianidad. Sólo llama la atención su robustez. Habla de su paternidad recién estrenada mientras vamos a su casa.

Joaquín cosío goza de una proyección internacional envidiable. Y no es ningún galán ni se dedica a promover su imagen. Sentado en el sofá de su departamento en la Del Valle, donde están ausentes los elementos que hacen pensar en un bebé, respira hondo y abre bien los ojos antes de decir que todo se lo debe a la fortuna. «Y a una cara singular. En el cine es bastante importante el rostro, el retrato, y por fortuna la cámara me trata con mucho cariño. De adolescente siempre sufrí por estar feo, ahora debo agradecer a mi cara que el cine la recoja y me abra sus puertas.»

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