Por Verónica Sánchez Marín

Atrapen al gringo (Get the gringo o How I Spent My Summer Vacation, EUA 2012), dirigida por Adrian Grünberg y protagonizada, escrita y coproducida por Mel Gibson –quien encarna a Driven–, es una película que no pasa de lucir la legendaria etiqueta de “palomera y entretenida” (un clásico de la crítica de cine), aunque presume ser sagaz en la acción y audaz en su crítica al México dominado por el crimen organizado. Con la gana de suscitar polémica, Gibson y Günberg lanzan al ruedo a un as norteamericano (faltaba más) que se las puede de todas, todas… excepto escapar a una cárcel donde lo más fácil es salir caminando. El pretexto –risible como la trama–: una lectura política de la corrupción en las cárceles mexicanas. Sin duda, una obra fiel al estilo de Gibson: desparrame de presupuesto, recursos fílmicos y un argumento lúdico que no prospera en la historia más allá de algunos guiños pop. Tiene algo a su favor: la idea no es mala y está bien filmada.

Algunos toques de las cámaras y secuencias de diálogos nos recuerdan al Quentin Tarantino más 1990, lo que gustará a los cinéfilos retro, anclados en esa delicia del celuloide que fueron Perros de reserva (1992) y Pulp Fiction (1994). La cinta narra la historia de Driven, un ladrón veterano al que capturan las autoridades mexicanas y al que envían a un penal de Tijuana conocido como El Pueblito, donde aprenderá a sobrevivir con la ayuda de un niño de 10 años, Kevin Hernández. El elenco también lo conforman Peter Stormare, Dean Norris, Bob Gunton, y excelentes histriones mexicanos como Jesús Ochoa, Gustavo Sánchez Parra, Daniel Giménez Cacho, Dolores Heredia, Tenoch Huerta y Roberto Sosa, quienes tienen actuaciones superiores a la de Gibson –quien parece interpretarse a sí mismo o a una versión decadente de Martin Riggs en Arma mortal (1987)–. (Está bien, no es tan difícil superarlo, lo admito.)

Destaca la fotografía –buena, aunque no memorable– y la edición ágil acorde al género. Sin embargo, hay partes que inevitablemente remiten –a fuerza de lugares comunes– a El mariachi (1992) o Machete (2010) –esta última un gran ejemplo de cómo pitorrearse del estereotipo mexicano, con destacados clichés y coqueteos kitsch–.

Otro punto a favor es el concepto de “El Pueblito”, la prisión donde se desarrolla la mayor parte de la historia. Y es que no se trata de una cárcel como cualquier otra; es, más bien, como dice su nombre, un pequeño pueblo en el que los reos conviven con sus familiares, una pequeña sociedad en la que reina la corrupción.

Esta cárcel si existió en Tijuana. La llamaron así porque albergaba lo mismo barracas y celdas de lujo, tiendas, bares, restaurantes, misceláneas. Los prisioneros podían vivir ahí con sus familias. Se distribuía droga y se permitían peleas de box. Para infortunio de los ciudadanos ejemplares que desarrollaban ahí su día a día, desapareció en 2002 con todo y las libertades que los presos de Sudamérica veían como el “sueño mexicano”.

La cinta se rige por el tono anecdótico que emplea Driven para contar “cómo aprovechó sus vacaciones de verano”, una clara alusión al título con el que se le conoce a la película en algunos países (How I Spent my Summer Vacation) y que, contextualizándolo en la historia, es una ironía perfecta a la vida bandida del personaje.

Todo este planteamiento sólo sirve para adornar el escenario. La historia termina centrándose en el plan que Driven diseña para salir de prisión, hacer pagar a los malos y recuperar el dinero que le quitan en el camino, eso sí, pasando por tiroteos y golpes tan sofisticados como los que Hollywood practica —y a los que nos ha acostumbrado. Una película más de acción que aporta dos o tres risas memorables, y que se queda –al igual que Driven– a medio camino.