Por Ira Franco

“Brutal” es una palabra que distrae del propósito real de 12 Years a Slave: su director, Steve McQueen, no hizo una película para hacernos llorar, construyó un espejo resbaloso donde uno cae repetidamente durante los 134 minutos que dura la cinta. Está basada en una historia real (aunque eso, creo, no debería importar) de cómo Solomon Northup, un hombre libre del estado de Nueva York es secuestrado y vendido como esclavo a terratenientes sureños.

Algunos personajes muestran una cara semibenévola y ambigua hacia la esclavitud, quizá más escalofriante que la de los malos-malos: uno de los dueños de Solomon es capaz de entender que aquel hombre negro al que compra como mercancía extraña, toca el violín y hasta le regala uno, pero no repara en arrebatarle a una joven sus dos hijos pequeños, pues decide que sólo ella le sirve para trabajar sus tierras.

Aunque se trata de una película llena de estrellas hollywoodenses (Michael K. Williams, Paul Giamatti, Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Brad Pitt, la mayoría en apariciones muy breves), la historia más violenta pero a la vez más fina dentro de esta película es encarnada por el hombre del momento, el irlandés de ascendencia alemana Michael Fassbender. Él es el último dueño de Solomon antes de su liberación en una plantación algodonera y está enamorado de la manera más violenta y cruel posible de una de sus esclavas.

El actor Chiwetel Ejiofor −un británico-nigeriano a quien vimos en Children of Men (A. Cuarón, 2006)− realmente se entrega al personaje de Solomon, un tipo tristemente recto que sólo al final vemos quebrarse un poco. Sin embargo, es el triángulo amoroso entre Fassbender, su celosa mujer y esa joven esclava −objeto involuntario de un amor enfermo−, lo que sostiene, desde mi punto de vista, ese espejo humano tan insoportable para el público. Es imposible ver esta cinta sin disgustarse un poco con tanta crueldad; en eso 12 Years a Slave es implacable, pues no tiene la consigna de salvaguardar ese halo de fantasía que los gringos le otorgan, casi de forma inconsciente e involuntaria, a la historia de su país.

Steve McQueen es inglés, artista plástico (no cineasta de formación) y no parece tener interés alguno en ofrecer cortapisas o bondad para el auditorio: si hay catarsis, será por asco. Dicho esto, a mí hay algo que no llega a gustarme del todo. Quizás no soy capaz de sostener el espejo en pantalla por tanto tiempo; quizás el tema me resulta tan actual (la trata de personas es una salvajada de la que no nos hemos librado ni un poco) que lamento la puntual vigencia de la película.