No recuerdo un momento de mi vida en que no haya querido tener algún animal cerca. Hasta los pollitos pintados de colores que nos regalaban en las kermeses me emocionaban. Y eso que se morían antes de que los bautizaras. Seguro hay un lugar en el infierno para los que pintan pollitos de rosa y de azul. Y de verde.

Siempre rodeada de mascotas

Pero bueno, cada que podía hacerme de un animalito, lo llevaba adonde vivíamos. Gatos, me gustan los gatos, aunque me provocan alergias. Pero son independientes a rabiar. Y hermosos, elásticos, de mirada canija. Varias veces llegué a casa con algún gatito y cuando regresaba de la escuela mi mamá me decía “se fue”. Así, casual. ¿Y adónde se iba a ir? Sigo sospechando de mi madre: seguro les abría la puerta y se hacía wey mientras se alejaban. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Porque ahí está el meollo del asunto: yo siempre quise tener animales y mi mamá no. De la opinión del resto de la familia no me acuerdo porque lo que mandaba en casa era la mirada de mi mamá.

Familia Jauría; perros chilangos

Hay una fotografía que me encanta. Tengo 3 o 4 años, vivíamos en Alemania, de donde es mi papá. Y ahí estoy, en brazos de mi abuelo, que en mi memoria siempre será un tipazo, y en mis propios brazos un gato gordo que se deja cargar y apachurrar. Los tres felices: el abuelo, yo y un gato, en esa escala. Y todos sonriendo. Les prometo que el gato también sonríe.

No se me hizo con los gatos, los pollitos de las kermeses terminaban muertos a los pocos días y yo seguía queriendo un animal. De perros ni hablar con mi mamá.

Probamos tener conejos en lugar de perros

Un día llegaron unos conejos a casa, no recuerdo de parte de quién, y vivían felices comiéndose plantas y cortezas de los arbolitos que teníamos en un pequeño jardín. Meses después nos recibió mi papá con los antebrazos ensangrentados: creciditos y gorditos, con la mitad del jardín en sus panzas, los conejos ya no se movían como solían y yacían sin piel. Mi mamá los cocinó. Le quedaron de rechupete, hay que reconocerlo. Sigo pensando que mi papá pudo haberse ahorrado eso de abrirnos la puerta con los brazos manchados de sangre, pero también soy de una generación en la que no se pensaba tanto en los sentimientos de las infancias. Entendí que los conejos no serían buenas mascotas, ni duraderas. Y sí, hasta la fecha uno de mis platillos favoritos es el estofado de conejo.

Por cierto, una navidad me topé de casualidad con un tuit de la gran Yásnaya Aguilar con la receta de conejo enchilado con hojas de aguacatillo que hacía su abuela. Si a ustedes también les gusta el conejo, busquen esa receta. Lo que emerge de la cama de hojas de aguacate es una delicia absoluta.

Seguí intentando tener animales, ahora perros. Pero la suerte no me sonreía. Cuando mi mamá aceptó finalmente que entrara a casa una poodle, a la que le pusimos Cholita, ésta exhibió comportamientos poco pulcros, como embarrarse en su mierda y luego arrastrarse por todo el departamento. Se imaginarán que Cholita duró en casa menos que un telediario, como dicen los españoles.

Hasta que llegó ella.

Y lo primero que hizo fue orinarse en el tapete de la entrada.

Permítanme una digresión para que entiendan por qué esa orinada pintaba particularmente catastrófica para mis deseos de tener perro en casa. Resulta que mi mamá es, hasta la fecha, una enloquecida con la limpieza. Era capaz de vaciar nuestros clósets y obligarnos a reacomodar todo si insistíamos en el desorden propio de la adolescencia. Que esa minúscula perrita entrara a casa y lo primero que hiciera fuera orinar el tapete no auguraba nada bueno. Pero mi mamá sonrió y dijo “se queda”.

Era una perritita salchicha. Me tocó nombrarla (al fin yo había sido quien había estado chinga y jode con tener animal en casa) y le puse Hanni. Yo tenía entonces 14 años y en mi infancia me había leído completa la serie de Enid Blyton que en inglés se titulaba St. Clare’s y en alemán, el idioma en que aprendí a leer, se titulaba Hanni und Nanni (esa saga fue un fenómeno literario similar a la de Harry Potter). Así que ese día llegó una salchichita a casa y a partir de entonces nunca más dejé de tener perros cerca de mí. Y espero nunca dejar de tenerlos.

¿Por qué me gusta vivir en compañía de perros?

Porque me caen bien. Así de simple. Porque me gusta ver cómo se mueven, cómo se tiran al sol, cómo saben estar en un presente feliz cuando los tratas bien, porque te escuchan sin cuestionarte (son mi público más atento). Y nada, reitero que porque me caen bien y son y han sido la mejor compañía que puedo tener. Me hace muy feliz llegar a casa y que me reciban con tanto gusto, me hace muy feliz llevarlos a caminar y a correr, me hace muy feliz acurrucarme con ellos a leer o ver la tele y, sí, me hace muy feliz que duerman a mis pies. En síntesis, me gusta tener perros porque me hacen ser una persona más feliz.

Déjenme contarles ahora de cuatro de mis perros más emblemáticos.

Sebastián

Sebastián fue, creo, el primer perro que sentí realmente mío y que me quiso hasta morir, literal. Un salchicha muy simpático que nunca aceptó cruzarse, aunque algunas perritas le mostraran insistentemente sus encantos. Siempre me lo imaginé con un gazné al cuello y disfrutando de las vistas que más le gustaban. Tierno y adorable, cuando me separé del que fue mi marido y decidí mudarme de casa, no pude llevármelo porque no había dónde tenerlo y yo trabajaba de manera enloquecida.

Además, en la casa que dejé estaba otra perrita, mamá de Sebastián, e iba la señora que los cuidaba y paseaba diario desde siempre. Pero Sebas se fue poniendo triste, muy triste. Cada que pasaba por él me miraba con una extraña intensidad que me partía el corazón (su mamá no, ella fue feliz quedándose en la casa de mi ex). Murió muy joven de lo que les pasa a muchos salchichas: quedan paralíticos por lesiones en la columna. Cuando ya estaba en las últimas y lo llevé con el veterinario de toda la vida, solo me miraba con esos ojos infinitos que nunca olvidaré.

Facundo

Facundo llegó a mi casa a pesar mío. Ya me había mudado finalmente a un departamento propio, con más espacio que la guarida en que me refugié cuando me separé, y estaba por dejar el trabajo que me tenía ocupada las enloquecidas las 24 horas del día. Sigrid, una muy querida exalumna que por mí se había enamorado de los perros salchicha, me llamó un día para decirme que su perrita había dado a luz y que por ahí andaba un muchachito perfecto para mí.

Fui a verlo a regañadientes: no sentía estar lista para tener otro perro después de todo lo que se movía en mi vida. Pero fui, y nos caímos fatal. Él no me volteó a ver, se regresó a su camita y me ignoró. Asunto arreglado, pensé, será para otra ocasión. Pero Sigrid insistió, volví y me llevé a ese pachoncito a casa “para probar cómo nos sentiríamos”. Se quedó. Lo nombré Facundo porque vi en las noticias que había fallecido Facundo Cabral, y no es que yo fuera fanática de Cabral, pero Facundo me gustó como nombre.

Ocho maravillosos años estuvo Facundo conmigo. Un perrazo de principio a fin: guapo, con una personalidad de gran caballero, fue mi mejor amigo y también de Tala, la señora que trabaja en mi casa. “¿Qué crees, Gabi? –me dijo un día–, hoy le enseñé a Facu la lluvia y también le dije que no les ladrara a las banderas, que no hacen daño” (salvo si las abraza un nacionalista enloquecido, pensé, pero ése es otro tema). Cuando Don Facundo murió, porque lo había invadido un cáncer terminal, lloré sin contenerme. Y hoy lo tengo tatuado en el antebrazo. Mi primer y único tatuaje (hasta ahora).

Lorenza

En enero de 2020 me llamó Lorena para decirme que su mamá, que rescataba perros, tenía a una salchichita y a su bebé. Las habían recogido de un basurero en Chimalhuacán; ella había sido muy maltratada, y la bebita, negra y peluda, estaba muy débil. Fui a verlas. Y sí, la madre estaba en los huesos, muy arisca; me miraba con toda la desconfianza que dejaron los golpes que había recibido. La bebita, de apenas unos meses, parecía hija de otra mamá: gordita, grande, más desafiante. Dudé, nunca había tenido un perro maltratado, y menos así de maltratado. No sabía si entendería cómo regresarla a la vida. Pero finalmente dije que sí.

La bebita no sobrevivió, así que un día pasé a recoger solo a quien nombré Lorenza. Estaba asustadísima cuando llegó a mi casa, nos mordió a todos y quería escapar apenas se abría la puerta de la entrada. Flaca, varios huesos mal soldados después de haber sido rotos a patadas por un ser humano despreciable, tenía una mirada de miedo abismal. Y entonces llegó la pandemia. Lorenza y yo nos quedamos solas en casa durante meses, acompañándonos en este nuevo silencio que cayó sobre todo el mundo, hasta volvernos inseparables. Su mirada, hoy, es mi certeza de que, a pesar de todo, las cosas van bien. Y que la vida puede tener otro sentido.

Max

Y ahora, hace poco, llegó Max, un mestizo que prometieron que sería pequeño y a estas alturas ya me abraza. Es un gran caballero que tiene la pata de enfrente chueca y porte de perro de película de gánsteres de los 40. Apenas va a cumplir dos años y se ha convertido en mi sombra absoluta, en mi compañía a cualquier hora del día, en la sonrisa canina que me hace el día, cada día. Y tiene la mirada más dulce que le haya visto a perro alguno.

Ya iremos contando nuestra historia juntos en la medida en que la vivamos, pero por ahora celebro que pocas cosas me hagan tan feliz como llevarme a Max y a Lorenza a correr al campo. Y sí, que ambos duerman a mis pies o pegados a mí.

Mucho ha pasado desde que Hanni se orinara en el tapete de mi mamá hasta que Max y Lorenza caminen conmigo por todos lados. Bueno, con decirles que mi mamá terminó teniendo hasta cuatro perros simultáneos y hoy la acompaña un Bruno que la arropa en su vejez. Pero lo que no ha cambiado es mi amor por los animales y, sobre todo, por los perros cuyas miradas me siguen siendo una brújula imprescindible.

Y no, no son mis hijos.

Son mis perros.

Con eso me basta.