La piel arde. Una gota de sangre se asoma y escurre sobre la espalda de la sumisa. Una, dos, tres, cuatro… ocho agujas entran en pequeños bultos de piel desde los hombros hasta la cadera. El dolor le provoca escalofríos. La masoquista de antifaz negro y torso desnudo se arquea lentamente, sacude el cuerpo para liberar la tensión. Descubre el BDSM.

Su dominante pasa una gasa con antiséptico. Lo hace con dedicación, como venerando ese cuerpo antes ajeno. Ensarta un listón en cada aguja, de arriba para abajo. Le susurra algo al oído y la sumisa cierra los ojos: se convierte en un instrumento musical, en un chelo.

La sumisa se recarga en el regazo de su dominante, la de tacones altos, corsé de cuero y una mirada delineada en negro que se clava en cualquiera que la mire. Retira las agujas y con una ligera sonrisa le habla al oído. La sumisa asiente con la cabeza. Cierran con un beso.

El dolor y el placer se parecen, se complementan. Según el departamento de investigación sobre el dolor del Hospital General de Massachusetts, las dos sensaciones que se presentan como opuestas en realidad son una línea continua, pues los estímulos que provocan dolor también activan las estructuras cerebrales generadoras de placer.

Se trata de ir y venir. De un golpe seco en la piel que fue enrojecida con roces y golpeteos ligeros. De alertar al sistema nervioso que identifica una sensación displicente, pero como no detecta señales de miedo se adormece, y el cerebro libera los neurotransmisores encargados del bienestar: dopamina, oxitocina y serotonina, para contrarrestar.

Entonces, gradualmente, el golpe seco de un fuete o el arañazo de un látigo se convierten en un dolor que nubla los ojos. Se combinan los colores, aromas, sabores y caricias. Llegan los escalofríos, el sudor y la pérdida de fuerza en el cuerpo. Para quienes experimentan el BDSM (Bondage, Dominación y Disciplina, Sadismo y Sumisión, y Masoquismo), el dolor se vuelve orgasmo. «Las cuatro letras tienen que ver con un intercambio de poder consensuado, que puede incluir o no estímulos dolorosos, en las que el coito tampoco es obligatorio», explica Gabriela Merlos, practicante desde hace 13 años.

Existen tres roles identificados en el BDSM: el dominante es el que toma el control; el sumiso lo asume; y el switch, que puede estar en ambos roles. Una sesión o juego —como se le llama a entrar en los roles— tiene una dinámica basada en acuerdos, de eso también depende el placer.

«Antes de comenzar se hace una playlist o lista de acuerdos sobre lo que dominante y sumiso están dispuestos a realizar, si hay un dress code o si se realizará en un momento definido o será todo el tiempo. Se trata de poner las cartas y negociar», dice Gabriela, quien se asume como switch y toma el nombre de Krystal de Sade.

De profesión diseñadora, Gabriela es educadora sexual, da cursos de empoderamiento femenino e iniciación al BDSM en Calabozo Mx, pues se dio cuenta que atrás de muchos hombres que se asumen como amos o dominantes hay abusadores. «Las prácticas deben ser sensatas, seguras y consensuadas», dice.

“Plash” y “puk” son sonidos conocidos por los “spankers”. El primero se logra asestando un manotazo en la parte más carnosa del glúteo, el sonido es fuerte y el dolor ligero. El segundo busca aumentar el ardor y ahogar el golpe, basta con juntar los dedos y curvear la mano, dejar un hueco en la palma y azotarlo en la nalga.

Látigos, fustas, floguer. Cuerdas de algodón, yute o cáñamo, velas o juegos de electricidad a bajo voltaje. Cadenas, collares, máscaras y botas de cuero. Plumas y juegos de peluche para evitar el dolor. Kits con disfraces de animales —petplay—, pinzas y estuches de revisión ginecológica. Fuego. Herramientas para el BDSM que se usan poco a poco hasta que la piel se calienta y el placer aumenta.

Nudo tras nudo, el cuerpo de la sumisa pierde movilidad y queda suspendido en el aire. El dominante, Marqués Alexander, toma espuma y le prende fuego, un segundo después azota la mano en el cuerpo de Fernanda y un quejido profundo silencia la sala. Lo repite cuatro veces y luego acerca un cáliz con lumbre a lo largo de su cuerpo.

El dominante se acerca y la mira. Tiene los ojos cerrados y el rostro enrojecido. Marqués Alexander le susurra nuevamente al oído y comienza a bajarla. Desata los nudos, desliza la polea, la sostiene entre los brazos y, una vez en el piso, la besa.

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