Llegada al Coloso

Veo a la primer pareja justo cuando voy entrando a la estación del metro Constituyentes. Ella con una blusa verde, lisa, y él, con la típica playera de la selección mientras la niña, unos pasos adelante, va bailando y parece que sigue la secuencia que dicta Franz Ferdinand en mis oídos. Ya pasan de las cinco. El convoy llega con un zumbido que apaga todo. Una sola estación y la voz aguda de la vendedora ofrece sus pistaches y esos adolescentes miran indolentes desde su asiento tomado al piso. Tres lectores, cosa rara, como el aire fresco que sopla en el trasbordo a pesar de que la gente se acumula ya. Escaleras arriba, la camisa del viejo tiene un 9 estampado bajo el apellido Sánchez bien acentuado. Su mujer usa un pulóver de un verde chillante. Adelante, el niño lleva su playera verde sobre otra, blanca y de manga larga. Aquél espera, combinando verde y rojo, cómo no. Seis estaciones sin apretujones. Pasan de las cinco. Una playera blanca del Tri, de esas que conmemoraban el Bicentenario en la manga, aparece en mi campo de visión. Acá el calor mata. ¿Será que todos vamos al Azteca? Tunde el bochorno. Otra playera blanca. Ésta parece de papel. Aunque es hechiza, tiene toda la pinta de haber tenido sus buenos momentos. Parezco una esponja recién sacada del chorro de agua. Empiezo a percibir el olor de las multitudes. No sé qué pensará la gente viéndome con mi libreta en una mano y la pluma en la otra, escribiendo mientras las escaleras eléctricas hacen el trabajo por mis piernas. Texteo, digamos, sin móvil de por medio. Pero las palabras nunca salen como quisiera. El olor a pan recién horneado me envuelve en el siguiente trasbordo. El apoyo al Tri se intensifica. Allá las Chivas. Acá los Pumas. Y las camisetas verdes, blancas y negras. Pero también hay unas rojas que me parecen familiares pero que no ubico de inmediato. Las señoras que las llevan tienen un acento distinto. Un español que corre cantadito. Pero me distraigo. Una mujer de lentes lleva un peluquín tricolor; no será el primero que vea pero al final no habrá tantos como imaginaba. Acá corren las primeras cervezas: el abrazo de la novia disimula la lata de dos equis que a cada tanto se pega a los labios del novio. Apareció también el primer sombrero picudo mientras yo pensaba en cine mexicano viendo pasar los Estudios Churubusco. Pasan de las cinco. Por mucho. Ya sé: son costarricenses. Las señoras. Los novios llevan la camiseta de la selección. En el tren ligero hay cornetazos y unos cánticos que se apagan tan pronto como comienzan. Y una chica con un teléfono rosa. La corneta suena como el gemido doliente de un mastodonte. O las balatas gastadas de un camión. Me doy cuenta que ya pasan de las seis. Detenido, parece que el tren respira.

49164La afición mexicana

La afición mexicana

Antifutbol

Es el minuto 12 y nadie ha escrito ni dos párrafos. Ni siquiera el gordo que lleva distraído todo el rato, dando teclazos todo el tiempo. Ni vio el casi remate a gol. No hay mucha gente. Mi primera experiencia en el Azteca, en un partido de eliminatoria mundialista, fue el México-Canadá de abril de 1993. La selección de Miguel Mejía Barón. Fue el juego del 4-0, no en el que un Abuelo Cruz rengueante anotaba el gol del triunfo en Toronto que daba el pase al mundial. La “fiesta” hoy es más austera. No es ni siquiera el hexagonal final. Sí hay gritos, como del puto que unánimemente se oye cada que el portero costarricense despeja el balón. Tan puntual como la lucecita verde que le da en la cara. Mi libreta parece sacada de otros tiempos con tanto chunche que se mira sobre los largos tablones de la zona de prensa, entre laptops, iPads, cámaras. Allá abajo alguien más anota. A mi lado ni eso. Por ahí del minuto 16, una pifia de la defensa mexicana. Pero bueno, era uno contra el mundo. ¿Cómo se cronica un partido cuando la mirada se concentra en una pantalla táctil y no en el campo de juego? ¿Qué detona el grito colectivo cuando allá abajo sólo hay un aburrido peloteo a media cancha? Ahora el gordo discute con su compa sobre sabe qué cosas a años luz del juego. Cuando no pasa nada, hasta una falta se festeja. O se rechifla. O se hace algo, lo que sea para matar el aburrimiento. ¡No es una, son dos pantallas táctiles! Una por mano. Me pregunto si puede separar los ojos. Una mariposa oscura levanta vuelo y se afana contra la cabeza de un aficionado que va entrando. El viejo manotea. Por cierto, sí vino Corona. La teatralidad de Oribe no tiene consecuencias gracias a la habilidad del siete tico que se burla solo. ¿O fue el 13? Bostezaba. Pienso en la dificultad de cronicar un juego así en la radio. Un reto. Demasiada verbosidad. El rumor se vuelve rechifla colectiva. Algo hay que hacer tras 35 pasmosos minutos. Parece que nadie sabe, allá abajo, o al menos aparenta no saberlo, qué es una gambeta, un pase a profundidad. Al menos alguien recordó lo que es tirar. Aunque sea de Costa Rica. Y bueno, México hace algo y la prensa se emociona, levanta las manos, se mece los pelos, lamenta. Ahoga el grito de gol en algún punto de la garganta, como todos. Y el aguador tico se mete a repartir agüitas aprovechando que su portero está en el césped (reposa el susto). Corre como vendedor ambulante perseguido y se disculpa haciendo reverencias. Otra vez los ticos se acordaron que el futbol se juega con los pies, no con las patas. Y Oribe, bueno, le pega horrible.

49165méxico costa rica

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Éxtasis

Nadie parece darse cuenta que el partido ya está jugándose de nuevo. El rumor del estadio todavía parece estar en otra parte. Y el ánimo de los jugadores también. Se dedican a dar pelotazos. Me entretengo comiendo. Y luego México se acuerda que el futbol se juega con los pies. Y no con las patas. Una sola jugada. Una. Pases, diagonales, centro. Chicharito. Locura. Y entonces la lluvia, los vasos en la cabeza, el líquido que corre por las butacas. Hache ya me lo había advertido. Por fortuna le erró al contenido. Las laptops se retiraron rápido. Y eso que se tenía que reportar el gol. La jugada. Así, la jugada. Sentimientos encontrados: ¿otro gol? Mejor no, habría otro baño. Por un momento, daba la impresión de que Corona sí quería otro. Aunque fuera en propia portería. Chicharito quería jugar. Al menos un rato. ¿Y la gente? Gritando, chiflando, en las dosis necesarias para no dormir y despertar del letargo, del aburrimiento.

Tiempo extra

Afuera todo tranquilo. Ya no está el chavo que me quería vender boletos de un partido que no vendió tanto. Me llamó “muchacho”, como hacía años que nadie me llamaba. Ticos y mexicanos se acompañan. Hay añoranzas, reencuentros. Charlas sobre viejos conocidos.