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Alarma

Miguel Ángel Rodríguez dedicó 10 años de su vida a dirigir este semanario, referente cultural de la sangre y la muerte, pero cuando la publicación dejó de imprimirse, su corazón se detuvo, literalmente.

Por Elizabeth Palacios

Dicen que el domingo es día de guardar, de descansar, pero él no puede. Lleva un mes que no se halla, con la sensación de que le han robado la vida. Un día, como si fuera cualquier cosa, le avisaron que se había acabado, que ya no habría más páginas impresas en su camino. Quería levantar un nuevo proyecto, pero ¿por dónde comenzar? Su cuerpo le había mandado un mensaje apenas nueve días atrás y aquella noche del domingo 16 de marzo, mientras bajaba las escaleras del metro Balderas, su corazón roto se detuvo de pronto. Él se desplomó. Miguel Ángel Rodríguez tenía 50 años, los mismos que acababa de cumplir el semanario Alarma!, una revista en la que trabajó durante más de tres décadas y que dirigió en los últimos 10 años, tras la muerte de Daniel Barragán, de quien había sido asistente editorial desde 1991. En ese año, reapareció el semanario como El Nuevo Alarma!, pues había perdido el nombre luego de ser censurado y obligado a cerrar a mediados de los años ochenta.

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“Soy un poeta medio chafa, un escribidor del amor, un tecleador del dolor, un amigo de la muerte”. Las palabras de Miguel aparecieron colgadas del muro de Facebook de El Nuevo Alarma! justo después de su muerte. Un epitafio digno del llamado “Poeta de Ceylán”, su columna en el periódico Impacto. Ese domingo 16 de marzo, Miguel había pasado la tarde con su mejor amigo, Enrique Morán. Hablaron de la pasión compartida en 26 años de amistad: la nota roja. Hablaron de una conferencia que darían juntos en la UNAM sobre el significado del periodismo que se escribe “con sangre”. Querían estar preparados. Ellos sabían que la información policiaca provoca reacciones extremas: el público la ama o la rechaza, no hay puntos medios.

Pero Miguel, conocido por sus seguidores como “El Alarmo”, ya no pudo concretar el plan. Enrique lo dejó en la entrada de la estación y, minutos después, sonó su celular. Le avisaban que Miguel no se encontraba bien. “Intenté llegar lo más rápido posible –escribió– y bajé corriendo las escaleras de la entrada del metro Balderas, pero mi carrera no fue suficiente; tú ya estabas inerte; te habías ido”. A su funeral en el centro de la ciudad llegaron personas que ni la familia ni los amigos cercanos conocían. Gente que le había seguido detrás de las páginas de Alarma! le dio el último adiós antes de que sus restos fueran cremados. Era difícil mirar a su único hijo esa noche sin pensar en él. La misma piel morena, los mismos ojos marrones que El Alarmo siempre escondía detrás de los lentes que había comenzado a usar desde muy joven, cuando era delgado como una vara. Los años y su afición a las quesadillas y gorditas de cada puesto cercano a su oficina, allá por los rumbos de Ceylán en la delegación Azcapotzalco, lo hicieron embarnecer.

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A Miguel no le gustaban los doctores, a pesar de saber los antecedentes de enfermedades cardiacas en su familia. Pero un ataque de ansiedad lo llevó a consulta días antes de su infarto. Trabajaba jornadas largas, más de 12 horas entre fotos sangrientas y pilas de libros y papeles, con el inconfundible logotipo de la revista a su espalda. Allí combinaba la edición de Alarma! con la escritura casual de los poemas que, sin avisar, le venían a la mente. Si estaba tomando un café con alguna mujer que le inspiraba, a veces parecía distraerse, no ponerle atención. Y cuando ella le reclamaba, le entregaba poemas garabateados en servilletas, con esa letra difícil de descifrar, escritos con la pluma que tantas veces le manchó de tinta las camisetas de algodón de cuello redondo que compraba en algún puesto del barrio de Tepito. La poesía era su equilibrio. Como el yin y el yang.

Lo que lo ayudaba a seguir siendo una buena persona, a que no le afectaran las noticias violentas que publicaba en Alarma! Ese espíritu romántico tenía un espacio, la columna que publicaba en Impacto, donde daba rienda suelta al poeta. Como herencia, dejó libretas llenas de poemas improvisados, cientos de cuartillas tecleadas en viejas máquinas Olivetti, amarillentas por el paso del tiempo y agrupadas con sencillos broches Bacco. Quienes hoy le lloran, atesoran esas hojas de papel manchadas con café y servilletas llenas de líneas manuscritas del Poetastro de Ceylán, su firma como columnista.

Lee el reportaje completo en la edición impresa de la Revista Chilango de junio.

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