Ir a Xochimilco (llegar a un embarcadero turístico al sureste de la Ciudad de México, abordar una trajinera y pasear por los residuos del lago) es una experiencia de lo más alegre y pintoresca, a menos que te resbales y te caigas a las aguas tratadas de alguno de sus canales, como me pasó la primera y penúltima vez que visité ese fósil lacustre.

Tenía alrededor de diez años. Es importante recalcar que era menor de edad, por lo que el accidente no puede atribuirse a los efectos del alcohol. A muchos les gusta embriagarse a bordo de las trajineras, lo cual propicia desenlaces fatales (en 2019, un joven desapareció en las aguas turbias ante decenas de testigos enfiestados). En mi afortunado caso, la única víctima fue mi dignidad.

A la mitad del recorrido hicimos una escala sanitaria en una chinampa. A falta de mingitorios, los hombres nos desahogamos en la milpa. Después de fertilizar el maíz nativo con urea rica en nitrógeno, me dirigí a la orilla, me patiné en la hierba y caí verticalmente en el agua. Gracias a mi sobriedad pude aferrarme a la embarcación antes de que se me hundiera la cabeza, lo cual podría haberme causado diarrea, conjuntivitis y pérdida de las gafas, prótesis oculares que usaba desde los ocho años.

Sentí los pies sumergiéndose en el fango. Era un inframundo viscoso, una oscuridad voraz, un estado infernal de la materia. La fecundidad extinta de los lagos latía en aquellos sedimentos.

Anfibio y sonrojado, permanecí atorado entre dos mundos hasta que el barquero me sacó del agua. Emergí calzado con dos botas de lodo. Me pusieron a secar al sol en la popa de la trajinera, exiliado del convivio. Me sentí muy solo en ese trance. Me habría gustado que de pronto algo se moviera en el bolsillo de mi pantalón. Meter la mano y sacar un ajolote, el chilango más raro de todos, la salamandra neoténica que aparece en los nuevos billetes de 50 pesos. Que se hubiera metido a esa trampa involuntaria atraído por las migajas de los chapulines que tanto me gusta comer desde chico. Me habría alegrado que nos miráramos a los ojos, con mutua perplejidad, antes de devolverlo a su hábitat.

Por desgracia en ese entonces las especies invasoras y la contaminación ya habían acabado con su población silvestre. Últimamente han empezado a reintroducirlos en el Parque Ecológico. Espero que logren aclimatarse al exceso de lirio, turistas y mariachis, y que en el futuro haya muchos más ajolotes que niños en las aguas de Xochimilco.