Una joven colombiana es traída mediante engaños a uno de los table dance más exclusivos de la ciudad para ser explotada sexualmente. Ella nos contó su historia y la estamos publicando en Chilango de octubre. Es una de las del medio millón de mujeres que viven de su cuerpo en el DF, la mayoría en contra de su voluntad.

Por: Iván Ramírez Villatoro

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Marina nunca llegó al lujoso departamento que había imaginado. La llevaron a un edificio en la calle de Estocolmo, en la colonia Juárez. A unos metros del Ángel de la Independencia. Es una calle angosta, de poco más de 100 metros de largo y con apenas un par de restaurantes coreanos y otro francés a la vuelta de la esquina. El resto son edificios y algunas casas. Un lugar silencioso, pese a que está a una cuadra del barullo incesante de la Zona Rosa.

Le dijeron que habría tres bailarinas por departamento, pero cuando se instaló se dio cuenta de que en realidad eran ocho –dos por habitación y había ocho habitaciones en cada departamento–. En total eran unas 44 bailarinas en el edificio de cinco pisos y todavía había cupo para seis más. «Hay niñas de todo el mundo y no era el lugar del que me habían hablado», recuerda. Pero vendría lo peor.

«Hay niñas de todo el mundo y no era el lugar del que me habían hablado»

Marina llegó de Medellín, Colombia, convencida de que trabajaría como bailarina artística. En su primer día, le pidieron su pasaporte, y también que se alistara para ir al Solid Gold de la Zona Rosa, en la calle de Londres, a sólo un par de cuadras de su nuevo “hogar”.

Esa noche no tendría que bailar, sólo miraría. Entonces vio de qué se trataba en verdad: una chica rusa –alta, delgada, rubia– se tambaleaba semidesnuda sobre la pista. Era una de las “bailarinas artísticas”, como lo sería ella. Completamente drogada, recorría la pasarela y a su paso pateaba cuanto vaso encontraba en su camino. En otra de las mesas, unos hombres rodeaban a otra muchacha rusa. Ella tenía la espalda recostada sobre la tabla fría y manchada con restos de alcohol. Los hombres reían y le metían mano sin pudor por cualquier rincón de su piel pálida.

«Ahí me di cuenta que hay prostitución, que hay droga, que no haría baile artístico», recuerda Marina. Le explicaron de golpe que se tendría que encuerar, y que tendría que hacer lo que el cliente quisiera, porque el cliente siempre tiene la razón. En menos de un día, su sueño se volvió pesadilla. Estaba prisionera en un país ajeno y lejos de su familia. Esa noche, Marina no pudo dormir, se sentía confusa, angustiada y, sobre todo, asustada. Se la pasó pensando en una posibilidad de escape. Parecía imposible: las chicas eran vigiladas hasta por el personal de limpieza.

«Ahí me di cuenta que hay prostitución, que hay droga, que no haría baile artístico»

Al día siguiente la arreglaron para su “debut”. Para calmar los nervios –o el miedo–, subió a los “camerinos” a fumarse un cigarrillo con dos chicas más. Cuando se abrió la puerta del elevador, también se le abrió la oportunidad de escapar: una separación considerable entre la puerta del ascensor y el piso, que notó porque iba cabizbaja. Su corazón se aceleró, pensó en que podría meter el pie dentro y rompérselo de un jalón. Pensó, también, que si lo hacía mal sospecharían. Todo pasó por su cabeza en menos de dos segundos y crac, se la jugó.

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Encuentra el resto de este reportaje en la revista Chilango de octubre, que a partir de este fin de semana estará a la venta en toda la ciudad.

Y no te pierdas la próxima semanaaquí en Chilango.com la historia de Andrea, una chica que trabaja en un table dance porque así lo ha decidido.

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