Beatriz Rivas, Eileen Truax y Armando Vega-Gil intercambian voces y experiencia en Fecha de caducidad para escribir esta novela a seis manos. Tres personajes que en la vida real son cómplices de sueños, reúnen su talento y experiencias para crear y encarnar a tres personajes poderosos, con virtudes y defectos, sueños y frustraciones.

A continuación les presentamos un fragmento en exclusiva de uno de los capítulos de este libro editado por Alfaguara.

Jueves

Natalia no soporta quedarse dormida. Por eso programa el despertador de su celular para que timbre a todo volumen y varias veces. Hoy amanece antes de que suene, y lo hace con una frase entre labios, dientes y lengua: “Antes de dejarte ir, necesito despedirme de tu cuerpo”. “Antes de dejarte ir, necesito…” No entiende por qué la repite como si fuera un mantra. Se quita las sábanas y trata de recordar si tiene algo qué hacer ese día. ¿Martes? ¿Miércoles? ¡Miércoles! Clase de 9 de la mañana en el Conservatorio. Se levanta casi de un salto; no quiere que se le haga tarde. ¿Por qué me desperté susurrando esa frase? Cuando se mete debajo del chorro tibio de la regadera, que sale —para su poca fortuna— con una presión ridícula, recuerda que soñó con Jérôme toda la noche. No logra deshacerse de su imagen, ni siquiera porque Mateo ya se le está metiendo hasta los huesos, casi adentro de la médula. ¿Cerca de sus órganos vitales? Ahora lo recuerda: se soñó junto a él, junto al director de orquesta, en la cama que compartieron en Honfleur, pero no fue una escena erótica: se abrazaban de cucharita, los senos de ella sobre la espalda de él, cómodamente recargados. Dormitando. Así de simple. Así de poderoso.

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Sale de la ducha y se envuelve en su bata de baño, la azul que le regaló su padre la navidad pasada. Repite ahora en voz alta, mientras se observa en el espejo, con la toalla enredada en su cabello: “Antes de dejarte ir, necesito despedirme de tu cuerpo”… y de la nada, de pronto, sólo porque sí, siente vacío el estómago, el esófago, la tráquea y hasta el páncreas. Recuerda a los desaparecidos. A los 43 normalistas, sí, pero también a los tantos cuerpos encontrados en las fosas clandestinas que no han sido identificados (alguien los está buscando: una esposa, unos hijos, unos padres), a las mujeres muertas en varios estados del país, a los periodistas asesinados, a todos los que se han ido y quién sabe en dónde andan, mientras sus familias siguen esperándolos. No pueden despedirse, dejarlos descansar en paz, si no logran enterrar o incinerar algo, aunque sea una pierna, un par de dientes, el fémur. Le dan náuseas las imágenes que le llegan, a las que la mayoría de la población se ha acostumbrado. Se ven al menos una vez a la semana en los medios: videos, fotografías. En las redes sociales. ¿Será cierto que el hombre termina acostumbrándose a todo? ¿También al horror, a la barbarie? Entonces Natalia piensa en sus alumnos, en sus miradas cargadas de furia y, al mismo tiempo, de esperanzas. No se resignan; no deben hacerlo.

Se maquilla. Son las 8:15 am. Tiene tiempo de sobra; las ventajas de vivir a ocho cuadras de su lugar de trabajo. Le gusta ser puntual. Desde pequeña la acostumbraron a respetar el tiempo de los demás, le demostraron lo que vale un minuto, lo que pesa desperdiciarlo. Vuelve a pensar en Jérôme, en su aliento, en el calor que despedía durante las noches, en su mirada de deseo. Piensa en los desaparecidos, en su aliento frío… Eros y Tánatos; esa pareja ¿indisoluble? Y, entonces, recuerda a Mateo; su delicioso sentido del humor, su inteligencia lúdica y esa manera tierna y protectora de abrazarla cuando se encuentran. Adora esos abrazos que saben tardarse y detener el tiempo… y de pronto se acuerda. ¡Dios!, grita a solas. Hoy no es miércoles: es jueves, día de la marcha. ¿En dónde habré dejado mi cerebro?, se recrimina. Cada día le falla más la memoria. ¿Será la edad?

Natalia quita cuidadosamente su broche del nú- mero 43 de la ropa que usó ayer y la coloca en su chamarra negro-duelo. Saca la bandera de México, también de luto: el negro sustituye al verde y al rojo. El águila luce triste, casi desamparada. Decide vestirse con jeans y tenis cómodos. Una pequeña bolsa para llevar identificación, algo de dinero, nueces y almendras. ¿Una botellita de agua? Mejor no. Su teléfono móvil. Piensa en sus estudiantes del Conservatorio y en el país que, aunque suene a lugar común, les estamos heredando. ¡Imposible componerlo! No hay ni por dónde comenzar. A veces le da por creer lo que algún día le dijo su amigo Ulises (sí, el que odia a los Beatles): que México sigue vivo pero ya no es viable.

Qué bueno que Natalia no tiene hijos. En realidad es un alivio no haber traído uno o dos niños (¿se habrían parecido a ella?) a este caos de impunidad e indiferencia. Lo sabe bien: Ayotzinapa es la gota que derramó la jarra, el tambo, la alberca, el oceáno de corrupción, ingobernabilidad, narcotráfico. Que la desaparición de estos 43 jóvenes al menos sirva para que al fin los ciudadanos, los que han estado tanto tiempo dormidos, abran los ojos y decidan hacer algo. Levantar la voz, exigir el fin de la impunidad. México ya no puede dejar que pase lo que está pasando, lo que lleva años pasando. Cero tolerancia a la intolerancia.

Son las 9, tiene tiempo de sobra para desayunar con calma y hojear el periódico. Sí, sigue prefiriendo las noticias en papel. Tocará el violín el resto de la mañana; no logra dominar el primer movimiento de Laberinto (facilis aditus, difficilis exitus: fácil de entrar, difícil de salir) de Locatelli. Después de comer algo ligero, se irá caminando hasta el Ángel, gozando las calles, el paseo de la Reforma. Ahí quedó de verse con Adriana, su amiga poeta. Ahí quedó de verse con Mateo y su familia. ¡Ay, qué ocurrencias! Siente frío en el estómago. Se le espanta el hambre y deja el jugo de toronja y papaya a medias. ¿Cómo se le ocurrió aceptar la invitación del tal Pateo? ¿En qué estaba pensando? Tiene mucha curiosidad por conocer a Andrea. Mateo ni siquiera ha querido enseñarle una fotografía; de sus hijos sí, muchas. Pero es pésima idea verla. Medirla. Escanearla. Compararse. Tratar de adivinarla. ¿Para qué? ¿Cuál es la necesidad de torturarse? ¿Acaso si es menos guapa que ella, se sentirá satisfecha, triunfadora completa? ¡Absurdo! ¿Y si Andrea nota algo?

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