Las apariencias engañan. Entrar a Tierra de Vinos es como llegar a una cava inmensa, hermosa, de madera y cristal con sus muros tapizados de botellas, a manera de una gran biblioteca. Las mesas al centro del territorio dominan el lugar que se siente acogedor sin llegar a lo íntimo a pesar de su tamaño. Hasta ahí todo va bien.

Los vinos los hay de todos los países y de todos los precios, en ese sentido es cumplidor, hasta que se llega a la carta. Pides una primera entrada y depués de una erudita explicación te informan que no la tienen. El mesero te toma la orden y luego desaparece para regresar a completar la orden de la mesa. Un caos un poco desconcertante.

Antes de que lleguen los alimentos el derroche del vino comienza. Olvídemosnos del rito que siempre acompaña la apertura de una botella, la calma para olerlo, hacerlo bailar en la copa, darle un primer trago. Aquí te volverás a sentir como en los toros o en la prepa al deglutir el vino al ritmo vertiginoso al que te lo sirven, como si fuera agua de limón. A punto de terminar la copa ya el mesero te empuja una nueva dosis como si el objetivo fuera terminarse de beber todas la botellas ahí presentes.

Además de este servicio pushy francamente lamentable, la música está a la altura de cualquier lugar para chavos cuando el promedio de edad lo supera.

De la comida ni hablar. Unas porciones desproporcionadas, poco cuidadas en su presentación y bastante insípidas. Si vas en plan de cuates a emborracharte —con vino— adelante, si no saldrás bastante decepcionado.

Ps: ¿Dónde están sus dueños? Parece una cadena gringa donde su único escudo es su nombre