Era el ocaso. Pero no la puesta de sol o el crepúsculo de una tarde de amor y tequilas infinitos; un restaurante con mesas emplayadas, tuberías cerradas y campanas ardientes. De nuevo, era el descenso y el fin.

Pero el mundo es de los valientes y, aunque lastime aguantar vara porque –literalmente– duele hacerlo, el momento es de recomposición, de reinterpretación. Lo sé, escuchar una vez más el trillado y pandemioso “reinventarse o morir”, da náusea. Hoy hay que aguantársela y seguir.

Andoni Luis Aduriz hablaba de servir la comida en una casita en el árbol. Tiene su grado de dificultad subir a través de una polea cientos de cubetas de caldillo de jitomate y chipotle hirviendo para las tortas de albondiguitas que me gustan, pero es una opción. Finalmente, el Desierto de los Leones es un bosque y don Artemio, como Mugaritz, puede servir tortas en los árboles, de una en una y con su gel y distancia, pero servir.

Llevo días pensándolo: una periquera con rueditas que se acerque a los coches y, al puro estilo del estadounidense drive thru, el restaurante ofrezca un taco de acociles como el de Francisco Ruano, con plato amable, su limón, una mini Carta Blanca y con sonrisa para llevar. Y hasta meseros –esta vez le toca a los hombres mostrarnos las piernas– en patines, para armar el cotorreo.

Sao Paulo lo hizo increíble: estaciones de mesas con movimiento en las calles para que los restaurantes puedan seguir teniendo vida. Menos comensales, sí; más alejados, también. Pero no solo hay una motivación económica en la necesidad de abrir las puertas de quienes nos llenan la panza de alegría y nos alimentan cuerpo y emociones, hay un tema de latidos de corazón. La vieja metáfora de regar la plantita, que, como todo lo que apasiona (y un restaurante apasiona), si no se riega, se seca.

Hoy la Ciudad de México –y me refiero a ella porque es la mía y porque me compete y mucho-– permite, después de haber entendido medio tarde argumentos sensatos, abrir las puertas de los restaurantes gradualmente y con cuidado. Que así sea.

Habrá que invitar a las autoridades a vivir la experiencia madrugadora de Fonda Margarita, a comerse un taco en El Jarocho o un ostión “de parados” en La Docena. La industria de la hospitalidad lo único que contagia es cariño, carajo.

La regla es contenerse, no salir de casa. Pero prometo que una telera con natas a las 8:00 de la mañana en la banqueta de Nicos no contagia más que ganas de cuidarse para siempre seguir haciéndolo.

Que los permisos para poner seis equipales en la calle de los establecimientos capitalinos fluyan si son ordenados; que la creatividad para organizar omakases matutinos de tamales en Candelaria se detone.

Vamos a comer afuera: en los parques, con maridaje de jugos en las banquetas; vamos a comer angulas y pan de El Danubio sentados en un banquito sobre la calle de Uruguay, mientras estar adentro más apretados, más borrachos y muy felices, no se pueda.

Somos un pueblo intuitivo. Se han improvisado terrazas, platos que viajen mejor y experiencias “para llevar”. Vamos y hagámoslo con inteligencia y, con ello, permitamos que sigan sonando los latidos.

Escribir un libro, tener un hijo, plantar un árbol y –hoy– ir a un restaurante.

Esta columna de opinión expone exclusivamente el punto de vista de su autora y no necesariamente refleja los valores y/u opiniones de Chilango.