Más que un día para celebrar, el pasado 8 de marzo, día internacional de la mujer, fue detonador de una coyuntura muy especial con etiqueta de urgente: cientos de miles de mujeres salieron a las calles en señal de protesta, marchando por crear consciencia de todos los tipos de violencia que existen en México. Es importante saber que este movimiento no sólo lucha contra la infame estadística de feminicidios (que en la Ciudad de México creció en un 59% con respecto al año pasado) sino que también se opone a abusos, violaciones, acoso, desigualdad laboral y una larga y penosa lista de deudas que este país tiene con las mujeres y sus derechos. La movilización fue realmente masiva, mediática, hizo ruido. Es una lucha que está consiguiendo hacer eco en la sociedad. Tristemente, el problema es profundo (años y años de machismo, ignorancia y soberbia extrema), pero la lucha ya arrancó y no planea detenerse.

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Aunada a la marcha, al día siguiente se llevó a cabo una iniciativa inédita: un paro nacional de mujeres (#UnDíaSinEllas), que complementaba la protesta del 8 para echar un vistazo a cómo sería la vida sin las mujeres que, con tanta entereza, sostienen a este país (como a ningún otro, yo diría). Como todos los lunes, me trepé a la bicicleta rumbo al trabajo y, para mí sorpresa, en un camino que dura 20 minutos me topé con muchas mujeres. Por trayectos incluso más mujeres que hombres. Llegando a la oficina no había una sola, pero en las calles había gran cantidad. Y es que no es ninguna novedad lo antes dicho: este país, sin mujeres, no jala.

Estaban las chicas, las grandes, las que iban a una oficina, las solas, las acompañadas, las que paseaban a su perro o las que cargaban con la bolsa del mandado. ¿Saben quiénes también estaban? Las que están siempre: Jenny, la de las quesadillas y tlacoyos; Mari, la de las tortas de milanesa; doña Emi, la de los tamales y atoles; Doña Claudia, que pasó todo el domingo limpiando verdolagas para el cerdito del lunes; la Güera de los pambazos… Por la razón que sea (dudo mucho que por falta de solidaridad), ellas no hicieron el paro. Seguramente es una cuestión económica: hay gente que no se puede dar el lujo de no trabajar. Pero al verlas a todas (desde la bici y sin haber desayunado) no podía dejar de preguntarme: ¿qué sería de este país, de su cocina (la de antes, la de ahora, la de siempre) sin nuestras insuperables cocineras? Acá en México lo de los chefs es nuevo: una moda que no tiene más de 20 años. Ancestralmente, en esta tierra, las que le han dado forma a esa inmensa parte de nuestra cultura llamada “gastronomía mexicana” son mujeres. Punto. Que nadie se confunda. Incluso la iniciativa para el nombramiento de la UNESCO a nuestra gastronomía como patrimonio intangible de la humanidad fue responsabilidad del sexo femenino. La cocina es sólo un ejemplo, pero aplica para todo. Y nosotros insistimos en prescindir de ellas.

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Vergonzosamente, “Las mujeres pertenecen a la cocina”, esa frase del inconsciente colectivo mexicano, sigue vigente. Sólo se trata de un desplante de superioridad masculina muy pendejo (como muchos, como todos). Una mujer en una cocina es símbolo del sustento, amor y sapiencia con la que las hijas, madres, esposas y hermanas han sacado adelante a un país que, en verdad, no tendría ni puta idea de qué hacer un día sin ellas.