Spoiler: No es breve. Después de todo, la historia de nuestro pan es tan extensa como la del país mismo. Pero no te preocupes, la hemos condensado para que pueda ser un TikTok, aunque merezca una enciclopedia.

Es normal (y muy común) suponer que el pan llegó a nosotrxs con los primeros europeos que pisaron América. Tiene lógica. Después de todo solemos relacionar al trigo y al pan de manera inmediata. Sin embargo, es una idea errónea. Ese alimento de harina que nos tienta con sus deliciosos carbohidratos ha sido parte de la dieta mexicana desde mucho antes, aunque, claro, no tenía ni las formas ni sabores que hoy consideramos “pan mexicano tradicional”.

Es irónico y tal vez hasta justo después de toda la fama que le hemos hecho a su relación con la tercera edad, que el cocol sea uno de nuestros panes más viejitos. O, al menos, es lo que sabemos. En el libro La cosa está del cocol y otros panes mexicanos, editado por el Museo Nacional de las Culturas Populares, se habla de los registros prehispánicos del pan mencionando a este en particular como un alimento ceremonial que se preparaba con harina de maíz y que, aunque tenía nombres variados dependiendo de la región, desde entonces ya tenía forma de rombo por ser una de las más fáciles de hacer.

También existía el pan de muerto, al que muchos llamaban papalotlaxcalli (pan de mariposas) que, en lugar de ser mantequilloso y esponjoso como lo idealizamos, se hacía de maíz seco y tostado con amaranto y veríamos su forma y consistencia más parecida a la de una tortilla. ¿Por qué? En sus crónicas, fray Bernardino de Sahagún menciona que el pan con el que se encontraron era “un pan ácimo”, es decir, en el que no se usaban levaduras.

Y quizá por eso no pensamos en el pan prehispánico a la primera. Aunque además de la de maíz se usaban otras harinas hechas con granos como el amaranto, el cacao, la chía o hasta con vainas de mezquite, y el proceso de elaboración era prácticamente igual al que se realiza con el entonces desconocido trigo (desgranado, molienda, fermentación y cocimiento), había técnicas que lxs indígenas desconocían y que resultaban en panes secos y planos.

Por ejemplo, cocían el pan al comal o al vapor y cuando fermentaban los granos lo hacían remojándolos con agua con cal (la famosa nixtamalización), mientras que en Europa usaban levaduras y tenían cocciones al horno con los que obtenían sabores y texturas diferentes. Algo que los pueblos originarios aprenderían a hacer tiempo más tarde y, claro, a la fuerza.

Un futbolista visionario

En 1945 el futbolista Antonio Ordóñez Ríos, quien jugaba en el equipo mexicano Asturias, abrió una panadería y panificadora en la Condesa: La Espiga. Hasta 2022, cuando cerró sus puertas al no poder competir con la gentrificación de la colonia, fue un negocio fructífero e innovador. Y es que Ordóñez fue el primer dealer de pan en CDMX que incursionó en el autoservicio.

Antes de La Espiga, los clientes tenían que ir al mostrador, de donde el encargado les pasaba los panes solicitados. Pero en el local que estaba sobre Insurgentes, la gente podía tomar una charola, unas pinzas y elegir sus propios panes para luego llevarlos a la caja. No es sorpresa que después todos replicaran la idea.

El pan es un alimento político

Ok, también es el nombre de un partido, pero ese es un tema no muy delicioso. El punto aquí es que el pan, por ser un alimento tan significativo y elemental, ha sido usado desde hace siglos como una herramienta de control. No por nada sigue vigente la locución latina panem et circenses ("pan y circo") que proviene de la "Sátira X", un poema escrito por Décimo Junio Juvenal, publicado en el año 100 después de Cristo, donde el escritor criticaba que los ciudadanos romanos ya no se involucraban en la política. Excepto, claro, cuando el gobierno les daba trigo gratis y buen entretenimiento. Algo que Julio César hacía religiosamente y que los políticos actuales siguen replicando, en especial cuando quieren nuestros votos.

El México prehispánico no quedó exento de ese uso del pan. Durante la Colonia, el trigo se convirtió en símbolo de dominio y apropiación cultural. Al decidir cultivarlo en lugar de importarlo, los españoles evitaban las mermas del viaje y tenían una nueva manera de explotar la mano de obra indígena que, como se menciona en La cosa está del cocol y otros panes mexicanos, era prácticamente esclava. Esto generó una micro batalla en la tremenda invasión cultural que fue la Conquista.

Lxs indígenas fueron obligados a sembrar el trigo en sus propias tierras, que antes de serles arrebatadas habían estado pobladas de maíz. Muchxs se resistían a hacerlo como un acto de defensa a su historia e identidad, aunque terminaron por aceptarlo. El resultado, con el paso del tiempo, fueron tierras en las que el trigo y el maíz tuvieron que aprender a crecer juntos como le ocurrió a la compleja mezcla de sangre indígena y la europea que hoy nos identifica a las y los mexicanos.

Unos cuantos granos de trigo

Aunque la panadería mexicana actual no tiene antecedentes muy amigables, la historia de cómo empezó todo se debe a un chiripazo con dos versiones. La primera, registrada por el cronista López de Gómara en La conquista de México, cuenta: “Un negro de [Hernán] Cortés, que se llamaba, según creo, Juan Garrido, sembró en un huerto tres granos de trigo que halló en un saco de arroz; nacieron dos de ellos, y uno tuvo ciento ochenta granos. Volvieron luego a sembrar aquellos granos, y poco a poco hay infinidad de trigo”. Otra versión menos famosa dice que algunos soldados invasores encontraron granos de trigo entre sus pertenencias y los sembraron, lo que resultó en que, para el siglo XX, el historiador Fernández del Castillo describiera estas tierras como “cubiertas con hermosos campos candeales”.

Además de aprender a cultivar el trigo, lxs indígenas tuvieron que aprender a hacer pan para satisfacer a los conquistadores. Había pocos molinos, que eran de agua, y para usarlos —así como para poder sembrar—, tenían que pagar impuestos, aunque su paga era, en mayor porcentaje, recibir un poco del pan que hacían. Al principio mucha gente murió o sufrió heridas al no entender cómo funcionaba la rueda con aspas y, para colmo, el pan no les gustaba a las y los españoles, quienes decían que tenía mal sabor y que “ni los mendigos lo aceptaban”. Pero al paso de los 300 años que duró la Colonia, lxs indígenas no solo dominaron el cultivo del trigo y el proceso del pan: también pusieron su propio sello.

La antropóloga y periodista chilanga Sonia Iglesias y Cabrera cuenta en su libro El pan popular que, acostumbrados a trabajar con arcilla, las y los indígenas empezaron a utilizar sus técnicas de alfarería para hacer el pan. No solo al amasarlo, sino al darle forma como hacían cuando recreaban las figuras de sus dioses en los panes de maíz. Para Salvador Novo, esto les dio a los panaderos emergentes “ocasión de desbordar la habilidad manual, de reanudar la menuda creación de los dioses comestibles de bledos, de ofrendar a los muertos”. Creaban, así, panes coloridos y de diseños curiosos que hoy conforman una de las panaderías más variadas del mundo.

En los 1920, los panaderos Empezaron a utilizar máquinas para amasar, cortar y bolear, se inventaron cámaras de reposo y de fermentación y hasta los hornos se volvieron automáticos.

De la serendipia al drama y luego al amor

Una vez que le agarramos la onda al pan de trigo y que tuvo lo que ya podemos considerar el “toque mexicano”, ya no hubo manera de dejarlo. Lo que siguió a su historia de coincidencias y maltratos, terminó por convertirse en parte de la naciente identidad mestiza, junto a la que evolucionó de manera ágil e imparable.

En 1525, la plaza pública de lo que todavía no era la Ciudad de México, pero que ya había dejado de ser Tenochtitlán, se llenaba de panes. La Cámara Nacional de la Industria Panificadora (Canaipa) documenta que todos los panes debían tener el peso obligatorio, estar bien cocidos y algo secos para durar más. Los más blancos y de harina más refinada se le vendían a la clase alta y las piezas más pequeñas y no tan buenas, se le ofrecían a la clase baja.

Ya en los años de la Colonia, cuando empezaron a llegar a la Nueva España panaderos de Francia y de Italia, se empezaron a formalizar las panaderías y unas décadas después de la Independencia, en 1880, nuestra ciudad ya tenía 78. Desde por aquel entonces tenemos El Globo, que se fundó en 1884, aunque en años nadie le gana a La Vasconia, que se inauguró en 1870 y que sigue abierta en el Centro. Pero la tradición panera aún no vivía su mayor transformación, que llegó en el siglo XX con la industrialización.

En los 1920 los panaderos empezaron a utilizar máquinas para amasar, cortar y bolear, se inventaron cámaras de reposo y de fermentación y hasta los hornos se volvieron automáticos. Esa tecnología permitió la creación de emporios como el del famoso osito blanco que se fundó en 1945 y que, con la influencia del pan de caja empacado que se comenzó a hacer en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, hizo que el pan se hiciera un alimento aún más accesible.

Aunque, claro, los procesos artesanales siguen vigentes y son cada vez más importantes para los consumidores chilangos que, según el mapa creado por el geógrafo de la UNAM Baruch Sangines en 2022, tenemos casi 60 mil panaderías para visitar y degustar en la ciudad y su área metropolitana. Y muchas de ellas, por supuesto, siguen ofreciendo cocol.