Chilango

Acaban de salir de la cárcel y nos contaron su vida

Jorge Garaiz

Cuando a “Ángel” le ofrecieron matar a un hombre que nunca había visto, a plena luz del día y en la salida del hospital de Petróleos Mexicanos, sólo tuvo una duda: ¿debía usar una 38 o una 9 milímetros? No preguntó si aquel hombre se lo merecía, si tenía esposa, hijos o alguien que se desbarataría por su ausencia. Su única pregunta fue: “¿Con qué fierro es mejor jubilarlo del mundo?”.

Una mañana se le acercó el bueno de la banda de su colonia, un ex militar que recluta sicarios en el norte de la Ciudad de México, y le ofreció asesinar a un desconocido, sabiendo que necesitaba un homicidio para ganarse el respeto de la empresa. Ángel no hizo preguntas, sólo asintió, pidió unos minutos para prepararseluego subió al Astra blanco en el que ahora avanzan por Periférico Sur poco antes de mediodía. Un acompañante va al volante, El bueno está en el asiento del copiloto y él va atrás, junto a 14 balas frías repartidas en dos pistolas cortas. Saben que sólo deben disparar una y largarse de ahí.

Ríen, tararean una canción. Si alguien los viera desde la calle, pensarían en un grupo de amigos pasándola bien. Pero al llegar la calle Línea 4, en la colonia Portes Gil de la delegación Tlalpan, el conductor orilla el vehículo, detiene la marcha a 60 metros de la entrada del hospital y los tres se ponen serios. El bueno pregunta a Ángel qué arma prefiere. Él, inexperto en balística, concluye que la 9 milímetros debe ser cuatro veces más ligera que una calibre 38. 

Empuña el arma, ve por la mirilla que el cañón esté recto, se cerciora de que está cargada y quita el seguro. Lo hace en el orden que le han enseñado las películas de acción. El bueno saca de la guantera una foto y se la muestra. “Éste es el encargo”, le dice, mientras ensucia la imagen con las yemas de los dedos. Ángel sólo ve un tiro al blanco en el hombre de la fotografía. Cambian de posición dentro del coche. El acompañante mueve el auto y, con el motor encendido, se detiene frente a la entrada del hospital, dejando a Ángel más cerca de la puerta. Esperan unos minutos y, tal como se los dijo el hombre que los contrató, sale el “encargo” acompañado de una señora.

Ángel lo registra por un segundo: unos 40 años, 170 centímetrosdelgado. Nada más. Calcula dónde poner la bala. Al elevar la 9 milímetros para apuntar, los 550 gramos son demasiado para sus manos pequeñas, así que apoya el fierro entre el marco de la ventanilla y el cristal. Lo centra. Pone el dedo en el gatillo. 

Tac. La fuerza del disparo sorprende a Ángel, quien suelta la cacha y ve cómo el arma sale volando de sus manos hacia el asiento del copiloto. Un error de novato que haría enfurecer al jefe. Pero el disparo ha sido perfecto, justo entre las dos cejas. No hay necesidad de ocupar más balas. Es un asesinato exitoso. El auto arranca y huyen con el acelerador hasta el fondo. Los tres van eufóricos. Ninguna patrulla los persigue, nadie los molesta en su regreso al barrio. Antes de dejarlo en la puerta de su casa, le entrega 65 mil pesos en efectivo y la promesa de buscarlo para más encargos. El sicario sonríe agradecido.

En los días siguientes de ese abril de 2006, la única angustia de Ángel no es que el muerto le ronde en pesadillas, sino cómo gastar ese dinero. A los 12 años no sabe cómo gastar 65 mil pesos.

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