Ya están aquí, no hay regreso, se acabó.  Los deportados en la CDMX trabajaron por años en Estados Unidos, un país que los criminalizó y los expulsó; regresan a su tierra y ni México, ni nuestra ciudad, ni sus connacionales entienden su historia. Sólo hay un factor común: tanto los gringos como los chilangos los discriminan.

Gustavo Lavariega observa la puerta eléctrica de cristal como ninguna otra de las 10 personas que se encuentran en la sala de espera. Le trae malos recuerdos, hace más de un año él estuvo del otro lado. Es alto y su piel blanca contrasta con su barba negra cerrada en forma de candado y con los tatuajes que se asoman por debajo de las mangas de su camisa. Es un martes de finales de octubre, en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM); estamos en la puerta N, ubicada en una esquina de la terminal 2, y Gustavo sabe que, en cuanto la puerta se abra, comenzará su trabajo: deberá entregar, una a una, las mochilas naranjas que se apilan en sus brazos; dar instrucciones (en inglés o en español) sobre cómo llegar al Metro más cercano y quizá prestar su teléfono para que completos desconocidos realicen llamadas locales o de larga distancia.

También checa nuestro reportaje sobre fibromialgia

Las puertas se abren y aparecen ellos: grupos de tres o cuatro que desfilan sin ritmo. Todos son hombres y están exhaustos; se nota en sus movimientos distraídos, en su mirada desorientada que apunta al piso o a los lados, tratando de ubicarse. «¡Bienvenidos a México!», les dice una mujer detrás de un módulo del Instituto Nacional de Migración; lo dice con una sonrisa inquietante, mientras les entrega más de seis folletos y les recita un montón de instrucciones sobre cómo acceder a programas gubernamentales. Todos la ignoran. No puede existir una bienvenida. Están en México, los deportaron. Tras pasar meses o hasta años en un centro de detención al fin son libres y, aún así, saben que en el instante en que el avión tocó la pista de aterrizaje lo perdieron todo.

Algo más caracteriza a cada uno de los que cruzan la puerta eléctrica: todos llevan un costal blanco de plástico, parecidos a los costales para cargar verduras que se utilizan en los mercados. Ahí transportan su escaso equipaje. Gustavo y otras tres personas del colectivo del que forma parte –Deportados Unidos en la Lucha– están en el aeropuerto justo para reemplazar estas bolsas frágiles con mochilas. Es lo menos que puede hacer, explica. Su voz, al hablarle a los recién llegados, es empática, sabe que bajar del avión y cruzar esa puerta les ha dejado la boca con un amargo sabor a derrota. Lo entiende, lo vivió.

—Me fui a los Estados Unidos con el pensamiento de algún día regresar, ¿no?— se traba al hablar, es difícil contarlo. Creció en la colonia Aviación Civil, en la delegación Venustiano Carranza, pero a finales de 1999 la búsqueda de una vida mejor lo llevó hasta Altar, un pueblo fronterizo en Sonora, ahí empezó todo. Caminó por el desierto durante tres días, sin descanso, acompañado de 150 personas. Al final llegó al otro lado, a lo que en aquel entonces llamaban la tierra del sueño americano. Me imaginaba que regresaría con mis maletas, con dinero en mis bolsas, con gozo de que me recibieran. No me recibieron con nada. Llegué con los 300 dólares que traía, un costal lleno de basura y los recuerdos horribles de muchas cosas que me sucedieron. Fue duro. Sólo me queda, pues, adaptarme otra vez a la vida de aquí.

En Washington, Gustavo dejó cuatro hijas (Iris de 22 años, Itzel de 17, Alondra de 14 y la más pequeña, Alexa, de 12), tres carros, un trabajo en el que ganaba 27 dólares la hora acompañado del proyecto de iniciar su propio negocio de pintura y una casa. No es el único. Tres días a la semana –martes, miércoles y jueves– aterriza en el AICM un avión con 135 pasajeros, según la cifra del Gobierno de la ciudad. Dos entrevistados migrantes aseguran que el número puede ser más alto, de hasta 175 personas. Para cada uno de ellos la deportación representa un quiebre, el antes y después de su vida, una tragedia portátil que tienen que meter en un costalito de plástico y llevarse a cuestas. México entonces no es el hogar al que vuelven, sino un sabor amargo en la boca.

El peor castigo

Foto: Edgar Durán

El delito de Gustavo fue no tener un papel, un permiso que le permitiera vivir legalmente en un país que no es el de su origen. Hay millones en el mundo en su situación. Según datos de la ONU del 2013, 232 millones de personas son migrantes internacionales, esto equivale a la población total de Indonesia en el 2007. La migración es un fenómeno vivo y, en muchos países, criminalizado.

México, por su parte, cuenta con cuatro factores que complican su panorama migrante: es un país de expulsión, recepción, tránsito y retorno. El flujo principal es con Estados Unidos. Según un informe del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME), publicado en el 2016, hay 12 millones 27 mil 320 mexicanos fuera del país –esto es sólo 3 millones más que la población total de la CDMX–, de los cuales el 97.33% por ciento radica en Estados Unidos.

—A mí me hubiera beneficiado más que me mandaran a un Centro de Detención, aunque se oiga loco. Así, por fuerza, habría tenido un juicio—, quien habla es Ana Laura López, fundadora de Deportados Unidos en la Lucha. Chaparrita, de pelo largo color negro, con lentes y las mejillas rosadas, su voz es amable y contundente. De entre sus muchos tatuajes, crece un árbol sobre su mano derecha. En Chicago trabajaba en la ONG Rise Chicago, se dedicaba a dar talleres sobre derechos laborales; su camino como activista inició desde que llegó a Estados Unidos, debido abusos cometidos en la primera fábrica en la que trabajó. Después, se convirtió en una labor de tiempo completo: fue voluntaria en Centro Romero, Mujeres Latinas en Acción, Un Nuevo Despertar y Latino Union.

Nada en la deportación de Ana fue normal. Para empezar, ella compró el boleto que la trasladó de Chicago a la CDMX el 30 de septiembre de 2016, quería arreglar su situación y regresar de forma legal. Antes de lograrlo, oficiales estadounidenses apoyados por miembros de la tripulación de Volaris la detuvieron y expulsaron del país. Le dieron uno de los castigos más severos: no podrá pisar el suelo estadounidense en 20 años.

—Compré el boleto desde junio, estaba saliendo voluntariamente. Entré casi al último porque me estaba despidiendo de mis hijos —recuerda sin dramas, pero con enojo—. Cuando entro, en la puerta del avión están dos agentes de migración esperándome. No me imagine que iban por mí. Al subir se acercan y me piden mi documentación, sólo entrego el pasaporte mexicano. Me dicen que los acompañe, me llevan a un cubículo, checan mis huellas y ahí aparecen las dos veces que Migración ya me había detenido. Entonces sí, me deportan y me mandan en ese mismo avión, con el boleto que había comprado.

Los agentes le entregaron su pasaporte a una sobrecargo de Volaris, le ordenaron no regresárselo hasta que estuviera en México. Esto es ilegal, el artículo 17 de la Ley de Migración, dice que «sólo las autoridades migratorias podrán retener la documentación que acredite la identidad o situación migratoria de los migrantes».

Como cuando mueres y te entierran

Foto: Edgar Durán

La memoria de Gustavo se vuelve confusa. Estamos dentro de una casita en la calle Eligio Ancona, en Santa María la Ribera; es de un piso, pero con una escalera improvisada y tablones de madera han conseguido que sea de dos. En la planta superior viven tres personas –a veces cuatro si le dan albergue a un extra– con lo mínimo indispensable: camas, cobertores, algunas mudas de ropa, unos cuantos libros regados en el piso (entre los que se encuentra una Biblia y títulos en inglés). El inmueble funciona como casa, oficina, taller de serigrafía y albergue; siempre se escucha música country, desde Vince Gill hasta Taylor Swift. El borrón de recuerdos comienza a finales del 2014. Ese año lo detuvieron y los siguientes dos años estuvo en ocho Centros de Detención en diferentes condados y ciudades estadounidenses.

—Ese lapso fue como un… —hace una pausa, larga— como cuando mueres. Y te entierran. Me refiero a que me quedé con esa impotencia, esa rabia de no poder hacer nada.

Hay partes que, aunque quiera, son imposibles de olvidar. Recuerda, por ejemplo, el momento exacto en el que los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) lo detuvieron: los hombres de verde –como se les conoce en los vecindarios latinos de Estados Unidos– llegaron a la puerta de su casa a las 7:00 de la mañana, justo en el momento en que salía rumbo a su trabajo. Pensó en sus cuatro hijas, pero no pudo avisarles hasta muchas horas después. Los recuerdos que siguen son todavía más punzantes.

—Fue como estar muerto —repite.

Foto: Edgar Durán

Pasó casi dos años encerrado. En ese tiempo sufrió violaciones a sus derechos humanos por parte de los guardias de los centros de detención, desde obligarlo a desvestirse para supuestas revisiones hasta recibir insultos y chistes racistas. Lo peor, asegura, fue el maltrato psicológico porque lo obligaron a cumplir su sentencia lejos de sus hijas. Cuenta que fue un ir y venir.

—Dicen que el movimiento de un lugar a otro es un castigo. Yo les pedí muchas veces que me dejaran hacer mi tiempo en Washington para poder tener contacto con mi familia, mis amigos. Me dijeron: “no, esto es un castigo y mientras más lejos te podamos poner de tu familia, así lo vamos a hacer”. Tuve que pasar Navidad, Año Nuevo, mi cumpleaños y los de mis hijas solo, en prisión, sin ellas.

Cruzó el país de norte a sur y de costa este a oeste. En total estuvo en siete estados distintos por los cambios forzados de centro de detención: de Washington DC lo transportaron a Oregon, Ohio; después, a Las Vegas, Nevada, y luego a un condado de Arkansas, seguido por otro más en Texas. Se acuerda bien de los nombres de los dos pueblitos de Georgia en los que estuvo, Lovejoy y Fourstone (aquí pasó la mayor parte de su sentencia); el calvario terminó en Otero, Nuevo México. De ahí lo subieron al avión que lo trajo a la CDMX, recuerda el día exacto en el que pisó de nuevo el país que lo había visto nacer: el sueño había terminado hacía mucho tiempo, pero aquel 11 de octubre del 2016 no terminó la pesadilla.

Deportados en la CDMX: discriminados aquí y allá

Foto: Edgar Durán

Aún escuchan los gritos de «build that wall!», sólo que ahora son en su lengua materna y con otras palabras. Están despiertos, pero el mal sueño persiste. «Pues por algo te deportaron, ¿quién sabe qué hiciste allá?». Los deportados en la CDMX coinciden, esta frase, dicha con un deje de sospecha y desconfianza, es común.

—Aquí mucha gente piensa que somos delincuentes, lo creen porque estuvimos en un centro de detención. Pero, pues nomás somos unas personas que fuimos a vivir el sueño americano —habla Adán Jácome León: le dieron cinco años de castigo y puede pedir un perdón para volver, pero le saldría muy caro, entre 1,500 ó 2,500 dólares. Tiene 36 años, es chaparrito y moreno. Vivió 16 años en Las Vegas y trabajaba en un car wash, lavaba limosinas desde las 6:00 de la mañana—. Yo soy de aquí del Distrito Federal, bueno de la Ciudad de México ahora. Para la gente como yo, deportada, es como que… después de tanto tiempo, después de tantos años fuera de aquí, hay muchos cambios. Yo sabía andar por estas calles, pero ya me pierdo otra vez. Es muy difícil llegar después de 15, 20 o hasta 30 años. Me acuerdo que cuando iba en el avión sentía una tristeza y un llanto que a nadie se lo deseo. A nadie le deseo todo esto, todo lo que pasamos.

El 6 de abril, la CDMX fue declarada Ciudad Santuario en la Gaceta Oficial. Con esto, se comprometía a ser «un lugar donde son bienvenidos todos los mexicanos trabajadores migrantes y sus familias en retorno al territorio nacional, en donde se vela por el respeto de sus derechos humanos y su dignidad». Sofía Aurora Vega, directora general de Comunicación Social del Instituto Nacional de Migración, no respondió en tiempo a la solicitud de entrevista de Chilango, pero escribió vía correo electrónico que «no tiene conocimiento alguno que la Ciudad de México sea considerada una ciudad santuario, o que alguna autoridad lo haya declarado como tal».

Foto: Edgar Durán

Los deportados en la CDMX no se sienten bienvenidos. Sus problemas son complejos, cada caso es único y los miembros del colectivo los conocen de memoria porque han tratado de resolverlos por su cuenta, con escaso o nulo apoyo gubernamental: a Alex lo deportaron cuando su esposa estaba embarazada y no conoce a su bebé, ha buscado representación legal, pero México no se la brinda; Ramón no podía sacar su acta de nacimiento porque el municipio en donde lo registraron no está en la base de datos, sin IFE no tenía acceso a múltiples programas y temen por el próximo año, ya que cesará la emisión de credenciales de elector por las elecciones; a Luis le están exigiendo dos donadores de sangre para poderlo operar, Efraín no podía conseguir trabajo porque olvidó buena parte de su español…

«El presidente Trump hizo muy visible en el discurso político el tema migratorio, quizá ese fue el factor que impulsó al gobierno local y federal a trabajar más en el tema. El gobierno federal ya había empezado con el programa Somos Mexicanos desde hace un par de años, sin embargo poco es lo que se había hecho, ni siquiera tenía un director. El último año se han puesto más las pilas», explica Eunice Rendón, doctora en Políticas Públicas y experta en migración. «El gran reto es que son programas en los que, si bien se ha hecho un esfuerzo mayor, presupuestalmente todavía no se ve. Es decir, la Cámara acaba de aprobar el presupuesto del próximo año y no viene, otra vez, nada para migrantes. Entonces, ¿de qué sirve un discurso político cuando el dinero presupuestal no lo tienes y, por ende, no vas a tener con qué hacer algo?».

Falta quien guíe a los deportados en la CDMX, que los asesore a través ddel proceso burocrático para poder acceder a los apoyos y urge un programa integral que se enfoque no sólo en el retorno, sino en su reinserción a la ciudad y al país.

Según el informe del 2017 de la Unidad de Política Migratoria de Segob, de enero a septiembre llegaron al AICM 14,171 deportados (todos mayores de edad, más del 96% hombres), a quienes se les entregaron 221,593 apoyos que sirvieron sólo de forma inmediata: alimentos y/o agua, descuentos en boletos de autobús, llamada telefónica y transportación local. En comparación, de enero a octubre, Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad (Sederec) apoyó a sólo 301 personas migrantes de retorno con el Fondo de Apoyo de Familias Migrantes cuyo objetivo es aumentar sus opciones de empleo.

La salud mental de los deportados en la CDMX

Foto: Edgar Durán

—Mira hay un señor, ahorita no ha venido. Él ya lleva más tiempo deportado y está muy mal. Ya es una persona grande que llevaba años allá, no tiene a nadie aquí y su esposa pues volvió a rehacer su vida. Él llega a México y dice que tenía problema de alcoholismo porque no soportaba todo lo que estaba pasando, se quería suicidar. Dice ‘todavía pienso en suicidarme, yo no aguanto, no puedo con esto’—. De nuevo estamos en las oficina de Deportados Unidos en la Lucha, la casa de dos pisos en Santa María la Rivera. La voz pertenece a Diego Miguel María, habla mientras trabaja, en sus manos hay algunas manchas de pintura. Él es quien realiza las imágenes de las mochilas que le entregan a los deportados todos los martes.

Al no conseguir empleo, aprendió serigrafía y accedió a un programa de Sederec para tener la maquinaria necesaria en comodato; con este ingreso y las donaciones es como el grupo ha logrado sostenerse. Tiene 36 años, su barba negra –delineada para que esté sólo en la punta de su barbilla– es lo primero que se nota en su rostro; también tiene tatuajes en los brazos… en el derecho resalta un águila, enfurecida. —Psicológicamente no hay ningún apoyo y yo creo que es muy necesario que exista, que haya personas preparadas para trabajar con migrantes porque los problemas que tenemos son diferentes. No se comparan. Nunca, nunca se van a poder comparar.

Eunice, como experta en políticas públicas, comporte esta idea. «Tenemos que pasar de una visión de ‘sólo te recibo, te doy tu torta, te checa un médico, te doy un chorro de trípticos para que luego tú veas qué haces y te mando a tu casa’ a una que entienda al que regresa. Es decir, falta entender qué significa el proceso en lo emocional y lo psicológico. Tiene que ser un modelo empático y esto el gobierno no lo ha logrado».

Foto: Edgar Durán

Ya existe una imagen nítida de los efectos de salud mental que enfrentan los deportados en la CDMX y todo México. Hay registro de depresión, enojo, trauma, problemas relacionados con la separación familiar, ideas suicidas, drogadicción y ansiedad. Aun así, en la actualidad no se considera en absoluto el apoyo psicológico dentro de los programas gubernamentales.

En su análisis Exploring the Experiences of Non-Mental Health Professionals Working with Mexican Immigrants Affected by Deportation, Ioana Boie y Anna Lope explican que «el trauma es muy fuerte, la desesperación es muy fuerte, los problemas por la preocupación son muy fuertes, por esto la gente se desanima… pueden llegar a su límite, al suicidio o consumo de drogas; o ir hasta el extremo; puede llevar a una mujer a prostituirse para proveer alimento a sus hijos, cosas que antes de la deportación no habrían cruzado su mente».

También checa nuestro reportaje sobre narcotráfico en la Cuauhtémoc

Volver a casa

—Se perderá la batalla pero no la guerra, entonces ahí vamos —Gustavo suena animado, terminando la entrevista deberá salir a recoger unos papeles. El grupo de ha crecido y cada vez hay más tareas por hacer, su voz como activistas está cobrando fuerza; a finales de 2017 cumplió dos años en la CDMX y en ocho más podrá intentar volver a casa—. Sí quiero regresar a Estados Unidos, claro. Pero lo quiero hacer con la frente en alto, con un permiso, con una visa—.

La idea es compartida, ninguno de los entrevistados para este reportaje volvería a cruzar ilegalmente. Cientos, miles de deportados en la CDMX, quedan varados en el desempleo, la espera, la falta de identidad, con sus familiares lejos y sin los medios necesarios para salir adelante.

Él ya está mejor, a excepción de ciertas fechas, como Navidad, cuando no quiere contestar entrevistas ni hablar del tema, el bajón emocional es inevitable. Sabe sobrellevarlo, ha tenido que aprender a hacerlo. Sin embargo, Efraín González no puede decir lo mismo. Llegó hace apenas un par de semanas. La pesadilla comienza de nuevo. Originario de San Luis Potosí, vivió más de la mitad de su vida en Atlanta, Georgia, tiene 43 años y estuvo allá 23 exactos. Su español ya está oxidado y basta con escucharlo hablar para notarlo, parece que mastica las palabras; logra comunicarse, dice que practicó su lengua materna con los otros indocumentados que lo acompañaban en el Centro de Detención, hasta aprendió un poquito de portugués, francés e italiano para matar el tiempo. Es alto, su cabello es castaño rizado y llega justo a donde termina su cuello. Su rostro, de barba y bigote poblado, contrasta con su mirada, con sus ojos pequeños y tristes.

Foto: Edgar Durán

—Lo que me duele más es Kayla —hace una pausa, es difícil saber si es porque no recuerda cómo se dice en español la siguiente palabra o porque resulta demasiado doloroso pensar en su única hija, quien cumplirá 2 años en febrero de 2017. —Me calma la idea de que está bien, ¿sabes? Es chiquitita. Yo llegaba de trabajar y lo primero que hacía era ver su cuna, la cargaba en mis brazos y todo eso. Hablo por teléfono con su mamá, pero es muy triste. De repente oigo los ruiditos que ella hace y pum, ahí es cuando se cae uno.

Justo el día de la entrevista le avisan que su INE está lista, ahora le falta esperar un par de documentos más para poder comenzar a pedir trabajo. Le queda lo mismo que a todos: sobrevivir en esta ciudad (santuario, según un documento) en la que lo discriminan tanto como en la tierra que lo expulsó. En las noticias no para de escuchar las propuestas de los candidatos, locales y federales, pero ellos nunca mencionan a los que ,como él, se encuentran a la deriva. No existe una sola propuesta de apoyo a los miles de deportados en la CDMX; Le queda, como bien dice Gustavo, intentar ganar la guerra después de un montón de batallas perdidas, resistir y contar los años de castigo que le faltan para poder volver a casa.