Diez minutos le bastaron a Nidia para memorizar el lugar que ella, su novio Jimmy, Héctor y un cómplice más iban a robar. De acuerdo con el plan que habían repasado en casa, la pareja entraría a la oficina de la joyería “Exclusivas Brío” y los demás esperarían afuera para luego ayudar con el gran robo. Eligieron el mediodía, cuando el Centro Histórico se inunda con ríos de gente, y no por la mañana, cuando está vacío.

Les tomó tiempo organizar el golpe. Tres días antes, Nidia fue a la joyería aparentando ser una compradora importante; riesgoso pero necesario. Tenían experiencia robando casas en casi todo el DF bajo una mecánica simple: fingían que vivían en esos lujosos edificios, entraban como si nada y salían con las maletas repletas; parecían viajantes. Y aunque el robo de una casa implica menos riesgos que el de un local más vigilado, los botines jugosos suelen ser también los más atractivos.

Por eso iban disfrazados como en las películas: ropa formal, cual gente importante; pelucas y un bigote postizo para Jimmy, a quien podrían reconocer porque solía vender su botín con coyotes, esas personas que se le acercan en la calle a la gente ofreciendo mercancía, y en joyerías del Centro.

Jimmy y Nidia se sentaron frente al encargado con actitud amable. Unos segundos después, Jimmy sacó de entre su ropa una pistola con silenciador y amenazó a la mujer detrás suyo. Sin perder tiempo, Nidia dejó su bolso en un escritorio y cambió su actitud serena. Sacó un revólver plateado y zarandeó al encargado de la joyería hasta derribarlo de su silla.

Entonces entraron Héctor y el cuarto cómplice, quienes registraron cajones y cajas fuertes. Sólo tardaron 12 minutos en salir con un botín valuado en más de 7,700,000 pesos. Pero tuvieron que correr a pesar de la calma con que salieron: uno de los empleados de la joyería avisó a la policía. Huyeron en direcciones distintas.

Sólo tres de los cuatro asaltantes escaparon; Héctor fue fulminado por un balazo. Pero su historia no termina ahí. Esto lo sé no porque me lo hayan contado, ni porque haya estado presente en el lugar de los hechos cuando sucedió. Lo vi, con lujo de detalles, varios días después.

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Cualquiera podría suponer que las oficinas de Servicios Periciales de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) son un búnker con laboratorios hipersofisticados, con iluminación metálica muy lucidora, tal y como aparecen los laboratorios gringos en la serie CSI. Pero no. Desde que se cayeron las instalaciones de la procuraduría de la calle Niños Héroes, por el sismo del 85, ocupan un viejo edificio en Avenida Coyoacán, al sur del DF. El doctor Rodolfo Rojo, director de Servicios Periciales, sueña con que pronto, con el cambio de gobierno en la ciudad, se trabaje con más ahínco en las nuevas instalaciones.

Y es que acá, donde confluyen los 1,184 peritos que trabajan para periciales en 36 disciplinas distintas, todos están amontonados. Son paisaje común cajas apiladas, atiborradas de documentos y objetos. Pero en estos laboratorios que recuerdan más a los de las escuelas, se realiza el trabajo fino e implacable que podría llevar a la identificación de un criminal.

Cuando un agente del Ministerio Público (MP) solicita una investigación, se desata la cadena. Y es que los peritos son auxiliares para que el MP y los jueces cumplan con su trabajo. “Tratamos de establecer –dice el doctor Rojo, un hombre que rebasa la sesentena y que utiliza tirantes- una unidad histórica de lo que sucedió en el lugar de los hechos e identificar a los posibles agresores. Es decir, ayudamos a sacar de circulación a los malos”.

Los peritos trabajan todo el día en tres turnos de 24 horas. Cada uno en su especialidad y sobre las peticiones específicas que en muchos casos se van acumulando. Y no porque no hagan su chamba, sino porque concentran todas las peticiones de la ciudad.

En el área genética, por ejemplo, el objetivo es obtener perfiles precisamente genéticos. Y lo hacen a riesgo de sus propias vidas, pues al final del proceso requiere de trabajar con sustancias cancerígenas.

Un vaso, una botella, un pedazo de tela pueden ayudar a obtener los fluidos corporales, como sangre, saliva o semen, para a su vez obtener la identificación genética de una persona. Es un proceso que requiere a especialistas en ciencias biológicas. Se trata de encontrar ese descuido que cometió el criminal porque, como dice Abelardo Inclán, el encargado de este laboratorio, no existe el crimen perfecto, sólo las malas investigaciones. Tras una pausa, que se me ocurre que es para acentuar el efecto dramático de sus palabras, sostiene: “el criminal siempre va a dejar algo y ahí lo vamos a encontrar”.

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