Es sábado por la tarde, entramos a la calle de Rosario, una de las arterias más importantes cerca del mercado de la Merced. El corazón de este barrio late al ritmo del comercio. Todo fluye normal. Pero no, hoy es un día de fiesta. Cumple años una de las obras de Félix Candela. Cumple 65 años el mercado que por mucho tiempo fue el más grande de la ciudad, donde se hacían las compras al mayoreo hasta que es construida la Central de Abastos en Iztapalapa.

Aquí en el corazón de lo que una vez se llamó Teopan, donde se instaló uno de los primeros tiraderos de basura, de la ciudad que trazaron los españoles. La voz de Sonido Siboney nos da la bienvenida. Hay una buena rueda justo frente a la esquina con Limón. La banda ya está prendida, la pista es un comal en su justa temperatura, algunos ya están lustrando el asfalto con sus mejores pasos. La tarde huele a fiesta.

En las cucharas, ollas, cazos de aluminio se reflejan las parejas que bailan. Nadie deja de vender. La puestera nos corre del espacio que le corresponde. Al parecer no todos celebran. Se escucha guaracha, las parejas bailan y de fondo algunos puestos cerrados, envueltos en lonas rojas y grises. El primer altar aparece, generoso y rosa, más adornada no puede estar la virgen de la Mechuda. Los puestos cercanos verduras y legumbres, mandiles, insecticidas. Las básculas no dejan de chingarle, algunos diableros tampoco. La banda grita ofreciendo su merca y las cumbias suenan y las parejas bailan. El cielo es la panza de un animal color gris.

Los paseantes no cesan. En la pista pantalones de mezclilla y tenis blancos marcan sus pasos. Brillan los aretes de los vatos que portan cortes de pelo con máquina. Cumbia, saludos para Chilango desde la potente voz de un sonidero, tragos, risas, cábula. Tragos con polvo azul, chamoy, gorras, desdén al bailar, soberbia, estilacho, mira, casi no me muevo, parecen decir sus cuerpos que avientan pa’dela. Me parece que su particular ritmo de bailar cumbia tiene algo de ancestral, de prehispánico. Nadie tira mala vibra. Los paseantes persisten, pero las parejas no dejan de bailar, y su baile es como esas lluvias que de algún modo anuncian que durarán mucho.

Quizá Teopan es el primer barrio de toda la ciudad, el más viejo, el primero de los cuatro que constituían Tenochtitlan, en ser formado. Un barrio, que luego de que Alonso García Bravo trazara la nueva ciudad, se llenó de marginales. Indigenas, negros, mulatos. En este barrio estuvo la plaza del Volador, donde se montaba y desmontaba una plaza de toros. Para eso los cajones de los comerciantes tenían ruedas. Fueron los primeros con ese aditamento en todo el país. La Meche también es sus abejas latosas zumbando entre dulces acitronados.

El segundo sonidero que encontramos sobre esta calle tiene las bocinas reventadas. Huele a basura, a carne fresca. Bolsas de cueritos en vinagre cuelgan de ganchos y parecen contemplar todo lo que sucede con mucha paz. Perros solitarios pasan entre las parejas que bailan y parecen contentos. Huele a cebolla, a cumbia y salsa, a vueltas de fantasía.

Rumbero el barrio. Gafa oscura, la trompa parada para bailar, la facha chida, pura calidad. Los acordes se amontonan como si fueran aguacates.

Rosario es una calle donde cada sonidero es una cuenta, un misterio. Llegamos a una parte donde hay tantas ruedas, como galaxias en el universo, y en todas hay parejas fenomenales que parecen traídas de otro planeta. Un travesti vestido de plateado da tales vueltas, con tanto ritmo e imaginación, con tanta entrega, que la banda se le rinde y le aplaude y le pide más.

Aguas frescas y chelas. Las trompetas trepadas en lo más alto de la tarde. Los tiras sólo vigilan. Las primeras gotas de lluvia y los últimos rayos de sol se juntan. Algo de rito ancestral se siente en el ambiente. Perla Antillana comienza a tocar. Un grupo de personas bailan entre cebollas. Un hombre solo, baila contento, encima de los charcos, rodeado de largos hilos de lluvia. Tlaloc y Chalchitlicue también quieren bailar.

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