y: Liz, pero hay dresscode.

L: Dresscode? 🤔 Así de fancy está la onda?

y: No, de semáforo. Rojo no disponible, amarillo tal vez, verde disponible.

L: Como el de Gatell? No tengo nada verdeee.

y: Yo creo que sí.

L: Tengo que conseguir.

y: O yo te presto.


Mi fin de semana empieza el jueves revolviendo toda la ropa del clóset. Busco por color… no vayan a pensar que no estamos disponibles si no llevamos verde. Encuentro una playera fosforescente, una blusa verde de animal print, una camiseta de tirantes, una camisa con estampado de hojas que le gusta mucho a mi mamá (eso, de entrada, ya no me parece buena señal). Pruebo combinaciones que le mando a Dan por whatsapp. Decidimos que el animal print es la opción. Luego practico las sombras y el delineado. Desde hace mucho tengo cierta indefinición con mi apariencia. En el corazón fantaseo con ser una lesbiana alfa: atrevida, poco sonriente, decidida, fuerte. En la vida real, casi siempre tengo actitud de perrito asustado. Combinar mi ropa con eso es un problema. Ni muy butch ni muy femme, según yo (nadie me diga lo contrario, por favor). Quedamos de vernos un rato antes de salir de fiesta para platicar.

Cuando salgo del edificio el portero me dice que vaya con mucho cuidado, que no me vayan a robar. Ese consejo me suena muy cerca de una amenaza. En la esquina, mientras espero el taxi, unos tipos en moto me preguntan que cuánto cobro. Voy de fiesta, sí, se me nota. No deja de impresionarme la compulsión que tienen ciertos hombres para hacernos sentir incómodas, ponernos en alerta y hacer que una recuerde siempre que ahí están, incluso si no estamos disponibles para ellos. Algo de eso perciben y no pueden evitarlo. Como la vez que cierto personaje me dijo, delante de la morra que era mi novia, que él sabía y respetaba pero que estaba seguro que un día me iba a cansar de las mujeres y que allí iba a estar él esperándome. Pues mire, señor, ocho años de eso… y contando.

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La comunidad que alimentamos

“Trabajo de campo”

Llego a casa de Liz y la idea es ir a la comuna lencha-trans. Le conté que tenía que escribir esto y que quería hacer trabajo de campo. La investigación nos prendió a las dos. En su estudio me recibe la ilustración de una diabla a la que otra morra le está comiendo el coño. La miro y sonrío, y ella me sonríe cómplice. Nos tomamos dos mezcales y salimos. En la puerta nos encontramos con un bato cis-hetero haciéndola de pedo porque no lo dejan entrar. Mientras fumamos afuera, llegan otros dos en la misma actitud, porque todo siempre se tiene que tratar de ellos, incluso si en la entrada hay un pizarrón que dice bien claro “Solo mujeres y disidencias”. Nos alcanza Dan y nos ponemos al corriente de todo lo que nos ha pasado en una semana (la vida lésbica, amigxs, tiene otra densidad).

Cuando entramos, el karaoke ya está en marcha y suena con canciones que hablan de nosotras. “Y todo para qué”, “Evidencias” (Es una locura el decir que no te quiero, evitar las apariencias ocultando evidencias), “Me voy”… Todo el amor romántico que, en la voz de una morra que le habla a otra morra, duele igual pero se siente menos terrible. El espacio recuerda un poco a la extinta Gozadera, que estaba en la Plaza San Juan pero cerró definitivamente con la pandemia. Mis compas y yo hemos hablado una y otra vez de los pocos espacios que tenemos sólo para lenchas. El ambiente LGBTIQA+ no siempre es cómodo para nosotras (un día les cuento de la misoginia que a veces opera en esos sitios) y fantaseamos con un día tener dinero para abrir un centro cultural (ojo aquí, personas empresarias).

Seguimos cantando. Hay miradas coquetas, risotadas, baile y niñxs. Es un bar amigable con la niñez que entiende del cuidado y del derecho de las madres a divertirse. Lxs niñxs también cantan con nosotras y piden un par de canciones que no nos sabemos pero les celebramos. 30 pesos cada chela y nosotras ya llevamos cinco cada quien. Pedimos “La gata bajo la lluvia” y esa es nuestra despedida. Las compas piensan que porque ya se nos acabó la noche, pero lo cierto es que tenemos otro punto en el itinerario. A la una o así, llegamos a Bian, un lugar en la Roma que los viernes (y ahora los sábados, esa noche nos enteramos) se abre solo para morras. Quiero pensar que mi sentimiento no está sesgado porque no logré ligar, pero sí me pareció más bien fresón. Hay que pagar cover de 150 y luego las chelas están a 90. Se siente que muchas chicas van de antro y tienen toda la actitud heterosexual en un lugar que se supone que no lo es.

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La comunidad que alimentamos

Yo no juego

A una morra enclosetada la distingues porque primero te echa ojitos y luego que tú le correspondes se voltea y espera que le insistas. Juegos que yo no juego, la neta. Pasé por ahí hace unos años y entiendo lo que se siente pero ya no lo puedo acompañar. Entonces eso vivimos ocho de cada diez miradas. Hay reguetón y canciones de la prepa que todas coreamos. Liz se abisma pensando en cosas más importantes. Antes de salir con nosotras se fue a cubrir la manifestación de las mujeres triquis y siente que algo está pasando mientras nos emborrachamos y coreamos. Nosotras queremos decirle algo y no atinamos más que a bailar muy juntas y ofrecerle más cerveza. La fiesta a veces es lo único que tenemos para cobijarnos, para hacernos espacios en los que la llamada del cuerpo nos conecta con la vida. Ella tiene una parte aquí y otra allá, en esa lucha, y no podemos ni queremos hacer que sea distinto. Con todo, es la mejor para las cumbias. Si no podemos bailar, ellos ganan.

Entonces llega con Dan una morra que se siente muy acá porque tiene es medio famosa y le tira la onda de manera muy conflictiva. Dan la confronta en plan “Yo traigo otro chip” y la tal morra se desconcierta. Está acostumbrada a que le digan que sí, porque total todas la conocen y quién no moriría por estar con ella. Pero la Dan la rechaza y esa es una herida tan grande, ay, ay, ay, que no puede superarla en toda la noche. No basta con ser lesbiana para ser disidente.

Tres cervezas más y me estoy cayendo porque no tomé agüita (ya no estoy en edad), así que pedimos el taxi y se acaba la fiesta.

Llego a casa. Están mi papá y su esposa, que vinieron de visita. Él me pidió que le avisara dónde estaba y a qué hora llegaba (jajajaja, papá, si no te decía a los dieciséis…). Entro bajito para que no me escuchen pero ella sí me oye. Sale, hace como que va al baño y me sonríe entre cómplice y censuradora, pero mi cara de triunfo (ay, si supiera que me caí otra vez y que me sentí la más perdedora) la intimida. Le digo “Buenas noches” y me voy a dormir, ella corresponde sintiéndose dueña de un secreto que no es tal. El domingo temprano mi señor padre amanece malito de la panza y me dice que no se puede ir. Yo me siento muy mal, no porque se quede, porque mi casa es su casa y porque, después de tantos años somos tanto amigos como padre e hija, sino porque, ay, otra vez voy a salir y qué pena, qué va a decir de mis salidas todo el fin de semana. Pa, eres bienvenido, pero yo a las seis me tengo que ir. ¿Adónde? Es que viene mi amiga Iris de visita este fin de semana. Iris vive en otro país y nos vemos una o dos veces por año.

¡Beso de tres… de cinco… de diez!

Llego a la presentación de Iris y la escucho todo lo que me deja estarme mojando en la lluvia (o sea, una de cada cinco palabras, pero las que escucho son importantes: bisexual, racismo, inmigrante, literatura). Me encuentro ahí con las amigas de siempre y con otras con las que nos hemos estado viendo muy frecuentemente desde hace un par de meses. El relajamiento de las medidas sanitarias nos hizo salir cada vez más, con el furor de recuperar algo que pensábamos que íbamos a perder definitivamente. Una fiesta para lesbianas que organizaron unas amigas generosas en su casa fue el inicio de un rush en el que los besos de tres, de cinco, de diez, las cogidas semiclandestinas en la cocina y el perreo con sudor hasta el suelo han estado presentes de una u otra manera cada fin de semana para muchas de nosotras.

Termina la presentación. La pizzería es para nosotras: una mesa de disidentes sexuales que gritan, estallan a carcajadas y piden otra jarra de cerveza hasta que no nos quieren vender más, pero son las diez de la noche, demasiado temprano para irnos a dormir. Nunca un domingo tiene que terminarse cuando estamos con amigas, así que caminamos unas seis cuadras hasta encontrar otro bar abierto. Para este punto ya solo somos cinco: Iris, Mile, Silvia y Calexico. Hablamos de todo lo que duele ser lencha cotidianamente, que no te vean, que te inviten a cosas por el mes del orgullo y luego no se acuerden de ti, que te digan que sí pero no te digan cuándo, y todo eso con lo que igual intentamos construirnos espacios habitables e historias luminosas, hasta que Iris me cuenta de su relación de tres fallida y la mía se asoma en lágrimas disfrazadas de risa porque así de patética soy, perdón. ¿Pero qué pasó? Le cuento los detalles, que me reservo en este espacio, pero nos encontramos ahí, porque los de ella son asombrosamente parecidos. Nos gusta pensar que llegamos a un mundo inhabitado, pero apenas cruzamos nos sorprende la bandera colonizadora exhibida y abierta: alguien llegó antes a decir que las estructuras existen y que todo lo que queríamos inventar ya alguien más lo había normado. La respuesta que nos damos las dos es: eso se tiene que acabar.

La comunidad que alimentamos

Mile y Sil nos hablan de varias historias que van bien, otras que terminan sin aspavientos y algunas que terminan mal; de cómo nos cuesta hacer historias colectivas de nuestros intentos, como si cada lesbiana que intenta hacer distinto el mundo se topara con una pared enorme, como si tuviéramos que inventar todo de nuevo siempre, cada vez, y qué cansado. Nos sobran los dedos de las manos para ennumerar las historias que nos interpelan (Carmen María Machado, Alejandra Pizarnik, Rosa María Roffiel, Cristina Peri Rossi y pocas más, hablando de literatura cercana), y fuera de esto casi siempre todo está idealizado o llevado al carajo. Hacemos redes y se deshacen cuando nos enamoramos, porque nuestra vida a veces parece un guion que está hecho para habitarlo, y cuando el amor se rompe, entonces se tiene que destruir todo lo demás. Pensamos en dejar registro de lo que vamos aprendiendo en común, queremos grabarnos teniendo estas conversaciones. Las cinco estamos cansadas, es dificilísimo actuar distinto pero no dejamos de insistir.

Las lesbianas

Cuestionamos todo y es muy doloroso sentir que no podemos cuestionar las narrativas del amor. “El amor es el dios de las ateas y hace daño su turbia religión”. Nosotras, como dice esa canción, somos guachas, alegres y aborteras: prioridades claras. No conozco a ninguna lesbiana provida (si ustedes sí, no me las presenten, por favor). Fantaseamos con comprar un terreno en un campo e ir a vivir juntas nuestra vejez, porque a lo mejor ya renunciamos a la idea del amor de toda la vida, o porque quizá necesitemos una red de seguridad para seguir intentándolo. También nos contamos lo cansado que es ser las lesbianas de… En el trabajo, cuesta mucho sentir que no somos la cuota, o que muchas personas nunca se refieren a nosotras por algo que trasciende nuestra preferencia o identidad sexual (la lesbiana activista, la lesbiana cineasta, la lesbiana escritora… como si no pudiéramos pensar sobre otra cosa). Pedimos una botella de mezcal y no nos alcanza para contarnos todo lo que nos da vueltas en la cabeza, pero llega la cuenta y con ella la hora de ir a dormir. Iris se queda un par de días más en la ciudad, aunque sabemos que ya no vamos a vernos porque tiene compromisos y yo tengo una vida cotidiana que mantener. Nos despedimos con un abrazo largo, sabiendo que nos vamos a encontrar en unos meses o el año que entra. Nos actualizamos todo lo que podemos ahora para después soltarnos; ese es nuestro compromiso, leve y profundo al mismo tiempo. Tenemos todas las historias que contarnos y cuando nos volvamos a encontrar vamos a seguir siendo capaces de mirarnos como si hubiera pasado solo un día: esa es la amistad que venimos tejiendo desde hace varios años.

(Aquí insertamos la pausa de lunes a viernes en la que hay poca experiencia lesbiana más allá de un par de series que vuelvo a ver cada tanto –si saben de más, cuéntenme por favor, para agrandar la lista–. Y mi vida social se reactiva el viernes. Hola, viernes).

Hacemos precopeo en casa de Dan y después Liz, Dan y yo vamos a la fiesteta lencha vol. IV. Es mi primera vez, me perdí las otras. Hay muchas morras, pero nada más anticlimático y lesbiano que encontrarte a tus exes. Sí, a dos. Llego y las veo y hago como que no. Sin embargo, es como si nuestras vejigas estuvieran conectadas. Unos minutos después quiero ir al baño y me las encuentro en la fila. A una la abrazo, la otra me hace un saludo con la mano marcando claramente que no quiere que me acerque, y yo me voy con mis amigas (adelanto que en esta fiesta tampoco ligo, ya háganme una limpia por favor).

La fiesta es mucho más amplia que dos círculos pero yo me siento así de dividida. Por un lado mis exes, por el otro mis amigas que me cuidan. Elijo un tercer círculo, el del alcohol, y me embriago, siempre de la mano de mis compas porque no llevo efectivo y ahí no aceptan tarjetas (cuando me paguen esta colaboración les invito sus mezcales). Bailamos también con Mile y Sil. Una morra que no conozco, y después me entero que se llama Jose, me lanza sonrisas que le correspondo y las lanzo yo también. Cuando estoy a punto de dejar de ser dueña de mi cuerpo le pregunto si le puedo dar un beso. Me dice que no, que me veo muy chiquita, como de veinte. Pero tengo treinta y dos. ¿En serio? Me da pena, yo tengo treinta y cinco.

Igual vamos a bailar. Las ganas de perreo se me van hasta el suelo: una canción y me separo. Ya es demasiado de madrugada. Las miradas, como la noche y como los zapatos, se gastan antes de que nos demos cuenta. Tan corto el amor y tan larga la fiesta y todo eso. Pienso mucho en el libro de Mana Muscarsel que habla de las fiestas de lesbianas y de cómo es ahí donde se nos permite tener un espacio en el que nos sintamos cobijadas, con reglas que no son las del mundo cotidiano, esa especie de tiempo robado que se trata solo de nosotras.

Dulce dolor

Liz nos cuenta de su ex. Ella también está doliéndose de una ruptura que le dejó más preguntas que respuestas, pero con muchas ganas de sonreír y de seguir reconociendo la vida que la habita, de ponerse chida. Por ahora, ella y yo somos muy incapaces de vernos como las otras lo hacen y es difícil pensar que vamos a volver a enamorarnos (eso es más por sagitarias que por lenchas, me parece). Dan no tiene el corazón roto: su novia está del otro lado del mundo, y también le duele, pero es el dolor dulce de saber que en un par de semanas va a encontrarse con ella y todo volverá a su cauce. Sin embargo, pone cara de circunstancia; nos entiende y nos cuida. Ya está amaneciendo cuando salimos directo a desayunar: tenemos un hambre de toda la noche. Me voy a mi casa sintiéndome terriblemente sola, pensando que el resto de todos mis domingos en la vida se van a tratar de no querer salir a buscar birria porque, total, medio platito que me puedo comer si no va nadie conmigo. Sé que no es cierto pero la fantasía (ay, cuánto dolor innecesario nos heredó la poesía romántica) me habita y en algún sentido hasta la disfruto porque sé que no es cierta.

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La comunidad que alimentamos

Amanezco riéndome de mí misma y comentamos en el chat los pasos, las imprudencias, toda la vida que nos sucedió anoche. El recuento es tan divertido como el evento. Un suerito, un ratito de leer y estoy lista para salir con Calexico al concierto de Vivir Quintana. Me emociono mucho cuando habla de una canción que se trata de salir del clóset y dice: “Se compró un viaje a la duda y regresó sin la razón”. Así me siento constantemente. Me sorprendo cuando en la mesa de al lado hay una persona escritora que en cierto encuentro me dijo que, afortunadamente, ya había pasado la moda de escribir sobre “lo homosexual” (así es, amigxs, pasamos de moda), y que desafortunadamente ahora el hype era hablar de maternidad, aborto y esas cosas, que por qué todo lo teníamos que politizar. Después de esa confrontación anti corrección política, tan cerca de la extrema derecha, que yo respondí lo mejor que pude, salí llorando sin que nadie se diera cuenta. El cuerpo tiene memoria y la homofobia patitas que se le pegan a una como un bicho en la espalda. ¿Se acordará de eso que dijo con tanta facilidad en una mesa de discusión ante morritxs de prepa? ¿Se sentirá interpelada por la voz que ahora escucha? Una parte de mí quiere pensar que sí; la otra no termina de dejarse ir hasta que otra canción nos saca el llanto a Calexico y a mí.

Estar en comunidad

Termina el concierto y, removidas, nos volvemos a encontrar con las amigas que vimos en la presentación de Iris, como si lo hubiéramos planeado. Eso es estar en comunidad: la sonrisa y el abrazo en espacios compartidos, los encuentros no planeados que existen porque estamos dando vueltas en los mismos sitios. Necesitamos más; el mundo no está completo sin nuestras amigas lesbianas. Esa es la casa que nos construimos de noche todas las noches que podemos. Esa es la comunidad que alimentamos y amamos con toda su problemática y con todo lo que tenemos que pensar en el camino. Siempre hemos dicho que todo sería más fácil si no tuviéramos encima el dispositivo heterosexual intentando normalizarnos, censurándonos o exigiendo una suerte de perfección que no se exige para lxs heteronormadxs. Mucha paja que ven en el ojo ajeno y muy poca viga en el propio las personas normales. Nosotras, mientras, nos sostenemos, nos encontramos, y ya tenemos ansia por reunirnos otra vez. Como dice Susy Shock: que otrxs sean lo normal.