Chilango

La mente chilanga: ¿cómo logra nuestro cerebro adaptarse?

Ilustración: Jaeimesobé

Para explicarlo, el doctor Jesús Ramírez-Bermúdez, director del Servicio de Neuropsiquiatría del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía, hace un recuento de algunos casos clínicos para explicar la compleja y fina conexión que existe entre la ciudad y nuestras neuronas.

Las redes neurales de la ciudad

Mientras el tránsito está detenido por la tormenta de verano, encuentro una nota periodística del 2012. El señor O., desapareció durante una inundación en la avenida Insurgentes. Abrió las puertas, salió del auto, deambuló entre las aguas y se hundió fugazmente, como si lo hubiera succionado el inframundo urbano. La investigación policial reveló tres osas: hay ladrones de coladeras en la Ciudad de México, el cadáver fue encontrado a un kilómetro y medio del embotellamiento, en el sistema de drenaje, y hay trabajadores que literalmente bucean en ese sistema para hacer labores de limpieza y, ocasionalmente, de búsqueda.

La desaparición del señor O. es una historia real, aunque parece el anticipo de un futuro distópico. Algunas predicciones nos advierten que el subsuelo espera el momento de enterrarnos. A mí, que trabajo en una unidad médica especializada en neuropsiquiatría, el subterráneo de la metrópoli me parece la  metáfora de un estrato oculto de la psicología social, donde se forman emociones contagiosas y amenazantes.

La Ciudad de México es como una red viviente de interacciones, en relación permanente con nuestro sistema nervioso, que elabora mapas del lugar al cual debemos adaptarnos. El cerebro está formado por redes neurales dotadas de plasticidad, es decir, que se transforman de acuerdo con el entorno.¿Cómo transforma la Ciudad de México nuestro cerebro? La riqueza cultural es motivo de celebración, pero la metrópoli es un experimento de supervivencia: los chilangos estamos expuestos a la presión demográfica, la competencia económica, a condiciones malsanas de movilidad y contaminación ambiental, y a pesadillas distópicas (las inundaciones y el combate por el agua). En tales circunstancias, el cerebro genera sentimientos de ira y miedo, y respuestas fisiológicas frente al estrés.

Hay estructuras nerviosas —como la amígdala— que generan representaciones mentales del peligro, y echan a andar una cascada hormonal que comunica al sistema nervioso con las glándulas suprarrenales. Los mensajeros químicos de este “eje del estrés” son la adrenalina y el cortisol. Si esto sucede durante mucho tiempo y de manera excesiva, ocurren estados de ansiedad y la depresión. ¿Sucede esto en el querido territorio chilango? Los estudios epidemiológicos muestran un aumento en la conducta suicida de las personas jóvenes en la Ciudad de México. ¿Cómo lidiar con todo esto? En base a la información científica disponible, ¿hay motivos para mantener una esperanza razonada? Por lo pronto viene a mi memoria el caso de J., a quien atendí hace una década, según mis apuntes clínicos del año 2006.

Febrero, 2016. J. se encontraba en situación de calle desde los diez años de edad. Huyó de casa al ser víctima de maltrato por ambos padres. Se estableció bajo un puente de la avenida Tlalpan, en una comunidad de niños de la calle, donde inició el consumo de thinner. El grupo debió desplazarse a causa de una inundación, y procedió a invadir un túnel ocupado por otros individuos, lo cual provocó violencia, falta de alimentos y el desabasto de drogas. Un amigo de J. fue rociado con gasolina y encendido en llamas. J. y tres compañeros planearon un suicidio colectivo. A diferencia de los demás, J. sobrevivió al intento de ahorcamiento, y fue hospitalizado. La madre lo reencontró, y regresó a vivir con ella. Sin embargo, siguió consumiendo thinner. Eso provocó su primera hospitalización neurológica, ya que desarrolló pérdida del habla y parálisis de las cuatro extremidades. Los estudios de imagen por resonancia magnética no mostraron anormalidades, y en un mes J. se recuperó completamente. Regresó al consumo de inhalables, por lo cual fue hospitalizado nuevamente. Se le encuentra con incapacidad para hablar, inmovilidad de las extremidades (sólo mueve con debilidad el brazo y la mano izquierda), y presenta una anormalidad inusual en el comportamiento: llanto espasmódico. Con la mano niega estar triste, pero llora con frecuencia y de manera descontrolada. Posteriormente ríe a carcajadas, pero niega con la mano sentirse alegre ante la pregunta dirigida. Presenta un trastorno de la expresión emocional involuntaria, es decir, ríe sin alegría y llora sin tristeza. En esta ocasión, los estudios de imagen muestran una destrucción simétrica de la sustancia blanca en ambos hemisferios cerebrales.

Las sustancias de los sueños

Foto: Cuartoscuro

Aunque el caso de J. es una catástrofe individual, algunos elementos de la historia nos ayudan a entender los riesgos de nuestra ciudad. Los niños de la calle son el signo viviente de la patología social. Al analizar la salud de nuestra ciudad, destaca el hecho de que somos líderes en un ranking de prestigio dudoso. Las estadísticas en adolescentes nos informan que el promedio nacional de consumo de drogas es 17%, mientras que en la Ciudad de México es del 25%. Los estudiantes de secundaria y bachillerato de nuestra ciudad tienen las cifras más altas en el país de consumo de mariguana (18%), inhalables (8%), cocaína (5%) y metanfetaminas (3%).

Aunque estoy a favor de la despenalización del consumo de drogas, nadie ignora el desenlace nefasto de muchas adicciones. La neurocientífica mexicana Nora Volkow (asesora de Barak Obama en materia de drogas) habla del “lado oscuro del cerebro” y afirma que las adicciones son intentos de remediar un problema emocional de fondo: una actividad excesiva de los circuitos cerebrales de castigo, que guardan la memoria de las experiencias traumáticas, de fracaso, derrota, humillación, desamparo… Las drogas aumentan la actividad del circuito cerebral que guarda la memoria del placer, la satisfacción, las experiencias gratificantes, y compensan transitoriamente el problema. Pero, en la abstinencia, reaparece el dominio de los sistemas de castigo, y surgen estados depresivos, crisis de pánico, malestar físico… En su proporción justa, la enorme oferta de placeres y entretenimiento que brinda la ciudad es indispensable para mantener nuestra salud mental. Pero cuando el consumo sale de control, no es infrecuente el daño en nuestro organismo. La pregunta está vigente: ¿Cómo podemos afrontar en forma madura la tensión cotidiana? La pregunta me recuerda otro caso clínico.

Septiembre, 2015. F. insiste en que su madre es una impostora. Afirma que ha intentado suplantar, desde hace años, a su verdadera madre. F. fue arrollado por un microbús, cuando se desplazaba de su departamento en la Colonia Roma, a bordo de su bicicleta, rumbo a su negocio en la Colonia Escandón, dedicado a la venta de cervezas artesanales. El impacto le provocó un grave traumatismo craneoencefálico que requirió hospitalización en terapia intensiva durante veintiún días. A su regreso presentaba deterioro de la memoria y otras funciones cognitivas, lo cual mejoró paulatinamente. A pesar de que todas las secuelas neurológicas del accidente desaparecieron, F. comenzó a asegurar que su madre no era tal y presentaba un comportamiento agresivo hacia ella. Asegura también que su madre ha sido una persona tiránica que lo ha maltratado desde la infancia. Los estudios muestran que F. presenta extensas lesiones en los lóbulos frontales de ambos hemisferios cerebrales, como resultado de hemorragias provocadas por el accidente de tránsito. Antes del accidente F. era considerado un joven trabajador y cálido, y descrito hasta entonces como “un buen hijo”.

Las memorias del futuro

Foto: Cuartoscuro

El caso de F. es una combinación específica de malas circunstancias biológicas y biográficas, pero algunos elementos de su historia nos plantean cómo se adaptan nuestras redes neurales a la metrópoli. La historia se origina en un accidente de tránsito. Como bien sabemos, los promedios de velocidad en nuestra ciudad son miserables, y esto se refleja en la tensión de los automovilistas, quienes acostumbramos transmitir nuestro malestar mediante un código mágico: el claxon que, además de contribuir a la contaminación ambiental auditiva, nos vuelve partícipes de la fabricación de un veneno social: el contagio emocional de la ira y el miedo.

El miedo a llegar tarde a nuestros compromisos nos recuerda —a la manera de un experimento social darwiniano— que somos prescindibles y que podemos perder nuestro trabajo. Estas amenazas virtuales son tratadas por nuestros sistemas de evaluación cerebrales como situaciones perfectamente reales, lo cual echa a andar los sistemas fisiológicos de alerta: la cascada de hormonas del estrés, adrenalina y cortisol, así como moléculas de inflamación conocidas como citocinas, lo cual nos regalará enfermedades físicas unos años después, como problemas cardiovasculares, síntomas dolorosos en varias partes del cuerpo y problemas inflamatorios.

En la neuropsiquiatría clásica diríamos que F. padece el síndrome de Capgras: un delirio según el cual un impostor ha usurpado el lugar de un familiar. F. asegura que su madre es falsa, y la agrede bajo la creencia de que ella lo maltrató en la infancia. Antes del accidente, F. reconocía perfectamente a su madre. Tras la lesión, ha perdido esta capacidad. Sus lóbulos frontales han sufrido una destrucción como consecuencia del accidente.

Las habilidades dependientes del lóbulo frontal son imprescindibles si queremos escapar a la trampa patológica de la ciudad: nos permite discriminar lo real de lo irreal, ejecutar tareas contra reloj, inhibir respuestas inadecuadas para la situación y resolver problemas.

Son precisamente los lóbulos frontales los que dan soporte a “las memorias del futuro”: una capacidad nuestra para anticipar escenarios, llevar a cabo planes eficientes, diseñar soluciones novedosas, usar la creatividad. Tales funciones serán indispensables para enfrentar los retos que la Ciudad de México plantea en la forma de escenarios distópicos, y también para enfrentar los problemas sociales de marginación, violencia y pobreza.

Sin una acción social organizada para mejorar nuestras condiciones de vida —equidad, movilidad, seguridad y equilibrio ambiental— jamás podremos prevenir los efectos nocivos de la urbe sobre nuestras redes neurales. Lo único que queda, ante ese escenario, es buscar tratamientos psicológicos y farmacológicos para reparar el daño.

Una de las formas más intensas de dolor psicológico es perder lo que amamos. Esto se observa incluso en experimentos con animales: la privación del contacto afectivo es una de los caminos al estado de desamparo o indefensión aprendida.

Junio, 2011 A. estudió en un colegio privado al sur de la ciudad, donde ella conoció a su novio. Se escaparon juntos. Creían que sus familias eran cómplices de la vileza de un mundo capitalista, indiferente ante los oprimidos. Se disfrazaban de mimos. Trabajaban juntos como actores en autobuses y otros foros públicos. Un día, el novio amaneció muerto. Se ahorcó en un jardín, sin quitarse el maquillaje blanco y la ropa de mimo. Y así trató de hacerlo A. con el disfraz puesto: pero su intento de suicidio fracasó y fue hospitalizada. Durante las primeras semanas, no había mejoría. A pesar de los mejores intentos médicos y psicoterapéuticos, no comía ni lograba dormir. Ella confesó que estaba triste porque no tenía el valor de suicidarse. A. se alegró al conocer a otra paciente, V., diagnosticada como portadora de un trastorno bipolar, quien afirmaba ser una vidente con poderes sobrenaturales heredados de su abuela, una bruja. Su encuentro tuvo un efecto inmediato: tomaron las riendas de su imaginación; diseñaron un proyecto y lo denominaron La casa del ser. Dijeron que rentarían juntas una propiedad. Sería un hogar para el arte y la sanación espiritual: un refugio para quienes hubieran perdido el alma, como resultado de la brujería o la muerte de lo más querido. A. volvió a comer, y sus problemas de sueño mejoraron. Un día explicó al equipo médico lo siguiente: “V. ha visto espiritualmente que mi novio no deseaba morirse realmente, sino que fue atrapado por un viejo fantasma que habitaba el disfraz de mimo; me habló también de la angustia de mi amante cuando él vio desde el más allá mi intento de suicidio, porque sabía que la maldad del disfraz estaba a punto de completar su misión”. Cuando salió del hospital, A. regresó a sus estudios de biología y con el tiempo dejó atrás los medicamentos.

Malas y buenas noticias

¿Es exagerado pensar que vivir en medio del caos metropolitano puede ser un entrenamiento para nuestras redes neurales, algo así como un deporte extremo para el cerebro y la mente?

La mala noticia es que la respuesta biológica sostenida frente al estrés nocivo, lo que conocemos como distrés, puede reducir las capacidades plásticas de las redes neurales: por ejemplo, se reduce la neurogénesis, es decir, la formación de nuevas neuronas en el cerebro.

El distrés está por todas partes: contaminación ambiental, dificultades para la movilidad, competencia económica desleal, amenazas distópicas. Esto genera un círculo vicioso que lleva a la depresión. Pero al atender casos como el de V. y A., incluso el más deprimido de los médicos recupera la esperanza. La fantasía y el entusiasmo de una fue un remedio para el duelo de la otra.

En alguna medida, historias semejantes nos permiten completar el mapa neural de la ciudad: nos recuerdan las zonas patológicas, pero un poco de alegría se filtra por las grietas del pesimismo.

La información científica también puede traer buenas noticias. La ciudad también puede proveernos de formas de estrés benéficas, lo que conocemos como eustrés. Con esta palabra me refiero a formas de estrés que aumentan la plasticidad cerebral al incrementar la generación de nuevas neuronas y facilitar la conformación de árboles neurales más complejos.

¿Es posible que esto suceda de alguna manera en el sistema nervioso de los habitantes de la metrópoli? Definitivamente es posible. Aunque la competencia y la adversidad tienen un lado negativo, también son estímulos permanentes para la búsqueda creativa de soluciones. Quizá por eso —además de la gran oferta cultural y educativa de la ciudad— las estadísticas de salud muestran que, en nuestro país, quienes habitan el medio urbano tienen cifras significativamente más bajas de deterioro cognitivo en el envejecimiento, en comparación con las comunidades rurales.

Por ejemplo: un estudio publicado en la revista médica británica The Lancet— Incidencia y mortalidad por demencia en países de ingresos medios y asociaciones con indicadores de reserva cognitiva— destaca que en México, el ámbito úrbano “confiere una protección sustancial contra el inicio de la demencia”.

El reto de quienes vivimos en la Ciudad de México consiste en regular las fuentes de estrés nocivo y en reapropiarnos de la ciudad con inteligencia, sin perder el sentido fraterno. Las redes ciudadanas estimulan y enriquecen nuestros mapas neurales y nos hacen capaces de usar en nuestro beneficio las fuentes de la tensión metropolitana