Cuenta el periodista Eduardo Salazar que durante la Guerra de Irak tuvo un guía que no dejaba de hablar de las monumentales curvas de Olga Breeskin. Dicho iraquí aquí sería dichoso, pues las paredes están cubiertas de óleos con beldades voluptuosas que son un injerto de la Breeskin con los buenos tiempos de la Tigresa. Hasta el local es curveado y en el día muy luminoso.

De ser una tienda de abarrotes que vendía alipuses, pasó a cantina de segunda y llegó a ser el lugar de primera de hoy. Todos los meseros están ataviados con impecable saco blanco y corbata y el 70% tiene trabajando aquí más de 25 años (al pintor Phil Kelly, por ejemplo, lo atiende Felipe, hijo del mesero que lo atendió por años). No hay botana, ni rockola pero tiene dos teles de plasma, puedes jugar dominó, pedir alguna torta u otro buen platillo de su carta.

El que a los menores de edad no les está permitido cruzar las puertitas de la entrada fascinará a los más ortodoxos en eso de larte cantinero, porque no verán niños ni carreolas merodeando entre las mesas. Se llena jueves y viernes de gente que sale de la oficina y quiere divertirse un rato jugando cubilete y dominó. El servicio es muy amable, y los meseros, que llevan toda la vida trabajando en el lugar, no escatiman en convivir con su asidua clientela. Los precios son razonables, y su carta se defiende. Además, es de las pocas que tiene un área para fumadores. Lo que más se pide es la botana criolla, y la arrachera con guacamole.