Tan solo su nombre remite a interminables noches de música, baile y festejo. Auténtico clásico desde que se ubicaba en Sullivan, ¿quién no ha reventado en el Bulldog por lo menos una vez en su vida? Al Bull, como le llaman cariñosamente sus asiduos, se va a escuchar guitarrazos, a bailar y a ligar.
Muy espacioso, está dividido en varios niveles, cada uno con características propias pero todos sumergidos en el manto de los altos decibeles y la música demoníaca. En el primer piso domina la chaviza universitaria arremolinada en la barra libre y concentrada en el brincoteo y el ligue. El siguiente nivel es el del adulto contemporáneo, o sea, los que ya trabajamos y no queremos sufrir los aglutines de la barra libre. Ahí, desde la altura, en una mesa en la que se amontona el servicio campechano alrededor de una botella, se observa con tranquilidad a la sana juventud sudar, apachurrarse y fajando en la pista.
Al fondo queda la barra de los solitarios, dispuestos a pagar sus chupes e invitar a la damisela (la ilusión de ser galán no tiene precio). El tercer nivel no siempre está abierto y a veces funge como área VIP. Pero no todo es miel sobre hojuelas: el gran defecto del Bull es su servicio, desde la entrada y los meseros hasta los baristas que zopilotean las propinas; sólo en el mezanine VIP, entre el primer y segundo piso, el trato mejora para los amigos de la casa.
Vaya uno a saber también qué tienen los vasos, porque pida uno lo que pida, al otro día la cruda suele ser suicida. Un buen tip es dejar el coche en el estacionamiento del súper de al lado para evitarse la eternidad del valet parking.