*ESTE REPORTAJE FORMA PARTE DEL ESTUDIO ROSTROS DE LA DESIGUALDAD, REALIZADO POR CHILANGO EN COLABORACIÓN CON OXFAM MÉXICO, PERIODISMOCIDE Y KING’S COLLEGE LONDRES.

Entre 27 y 39% de los mexicanos son parte de la clase media y tienen pocas posibilidades de salir de ella. Ser “clasemediero” en la Ciudad de México significa no viajar al extranjero, tener a lo mucho una carrera técnica y pedir prestado con frecuencia para pagar deudas. Este reportaje es un retrato de la clase social de la que nadie hace libros, películas ni series de televisión.

Por: Carlos Carabaña y Aída Quintanar

Guillermo Galván camina entre los ahorros de toda su vida. Acompañado de su mujer, Laura, y dos de sus tres hijos, se agarra de las vigas y pisa el barro. Los niños especulan con qué recámara van a quedarse cuando acaben las obras. Su futura casa en la Santa María la Ribera, en la que Guillermo invirtió su patrimonio, unos 300 mil pesos, tendrá dos pisos, cada uno con dos habitaciones. Salón, cocina y lo que más orgullo le causa a Galván: dos baños completos. No como antes, cuando vivía en el mismo terreno, pero en una construcción de láminas donde tuvo que poner una regadera eléctrica porque no había techo que soportara un tinaco.

Sabe que no es la zona más bonita de la colonia. Hay “rateros” cerca. Narcomenudeo. Dentro de unos años, dice, si le sigue yendo tan bien como hasta ahora, le gustaría alquilarla e irse a la parte noble del barrio. Igual, Galván, que trabaja de chofer para ejecutivos de una gran empresa, se siente satisfecho. “Estoy mucho mejor que mis padres. Él no terminó la secundaria y era obrero. Mi madre era ama de casa y se dedicaba a lavar ajeno”, dice.

Este hombre bajito y atlético ha logrado, a base de esfuerzo, subir en la pirámide social hasta la clase media, una clase social sobre la que no hay un consenso en su definición ni en su número en México. Un 39% de la población mexicana para el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), un 27% de acuerdo con un estudio de la Universidad Iberoamericana de Puebla. La intención de Guillermo Galván, como la de cualquiera, es que a sus hijos les vaya mejor y sigan el ascenso.

“México no es un país de clases medias; aunque hay un avance paulatino, no es suficiente”, aseveró hace unos años el próximo subsecretario de Egresos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Gerardo Esquivel, haciendo referencia al debate iniciado por el gobierno de Felipe Calderón en el que afirmaba que México ya era un país de clases medias.

Lamentablemente para Guillermo Galván y su descendencia, el estudio elaborado por el Inegi en 2014 señala una característica de la sociedad mexicana desde hace décadas: la falta de movilidad social. Entre 1992 y 2014, las clases medias mostraron un avance de menos del 5%, según la UIA Puebla. En la pirámide de población, la clase media se mueve dentro de un área con escasas posibilidades de subir. Una clase que no se quiere mirar en el espejo. Al final, nadie busca leer sobre una vida que es tan aburrida como la de uno mismo.

Eso se podría pensar de la vida de Enrique Fernández y Paulina González, vecinos de la colonia Country Club en Coyoacán. Ellos habitan un departamento en una cerrada de rejas blancas, donde las casas tienen un tamaño relativamente amplio y los árboles los aíslan del ruido de la ciudad. Tienen un parque enfrente, donde juegan sus dos hijas, y una escuela muy cerca.

Él se dedica a hacer diseño de sonido para películas. Ella es ama de casa y realiza algún trabajito de vez en cuando. Una mujer les ayuda en las labores del hogar y con el cuidado de las pequeñas. Casa bonita, zonas verdes, colonia segura. Parece que han logrado un buen lugar en el mundo.

Pero si se escarba bajo la superficie salen las aristas. El sueldo de Enrique supera los 20 mil pesos al mes, pero no les alcanza. Más de la mitad se va en la renta de su pequeño departamento. Otro tanto en el colegio privado de sus hijas. Paulina compara los recibos de agua que le llegan a su amiga en Iztapalapa, 100 pesos, con los casi 600 que pagan ellos. Cuando acaba el mes, con suerte les quedan mil pesos. Con frecuencia sus suegros tienen que ayudarles a liquidar algunas de las cuentas.

Ambos tienen 33 años y una licenciatura terminada, pero creen que sus padres estaban mejor económicamente. Ellos crecieron en casas grandes, con jardín. Se sienten decepcionados por no haber logrado esa misma vida. Enrique suele volver a casa del trabajo entre las nueve y 10 de la noche, cuando no de madrugada.

Paulina está preocupada. Viven al día y no sienten que tengan estabilidad económica.

Chilango realizó, en colaboración con Oxfam México, el Programa de Periodismo del Centro de Investigación y Docencia Económica (PeriodismoCIDE) y King’s College de Londres, una investigación sobre desigualdad en la Ciudad de México. Entrevistamos a 20 familias de clase media para entender cómo viven, qué piensan y qué posibilidades tienen de ascender. Personas como Rafael Delgado, que vive en un multifamiliar cerca de sus padres, primos y tíos, con una esposa que suele endeudarse. Como Adriana Quintanar, que pide a su madre dinero para la renta. O como Mónica y Rafael Chacón, quienes a pesar de sus deudas sueñan con irse a vivir a la casa que están comprando en Cuernavaca, cuando se jubilen.

En el estudio se analizaron los 10 deciles en los que está dividida la población y se eligió a personas de colonias “clasemedieras”, como Santa María la Ribera, San Juan de Aragón o 20 de Noviembre. Los entrevistados pertenecen a los deciles 5, 6, 7 y 8, con ingresos promedio por hogar que van desde los 14,815 pesos hasta los 27,717 pesos al mes.

La clase media, ese concepto abstracto que el Papa Francisco tampoco supo definir hace unos años cuando regresaba a Roma de un viaje por Latinoamérica, es un sector que en México vive muy cerca de sus núcleos familiares, a los que suelen pedir dinero para llegar a la quincena, que se van de vacaciones a Acapulco o Veracruz y casi no han viajado al extranjero. Aunque algunos, como Óscar Tokunaga, sueñan a sus 60 años con tomarse un café delante de la torre Eiffel de París. Con carreras técnicas, con solo la prepa, los menos no pasaron la primaria. Padres jóvenes o madres solteras, al estilo de Eva Cervantes, a quien han tratado mal en entrevistas de trabajo al saber que el papá de Bruno, su hijo, no estaba con ella. Que viven en partes inseguras de la ciudad, pero se sienten tranquilos al conocer el barrio. Su casa suele ser su castillo, el espacio donde están protegidos.

“Aunque no son exageradamente pudientes, ante un madrazo en sus ingresos no caen en pobreza”, explica Raymundo Campos, economista del Colegio de México, quien considera que el laberinto en el que se encuentra la clase media se debe al estancamiento. “En México tenemos alta desigualdad precisamente por la baja movilidad social. Los de abajo siempre se quedan abajo, los de arriba siempre se quedan arriba y si naces en el medio, generalmente, mueres ahí”, considera el experto en movilidad social.

Hace unos meses, cuando se hizo viral el caso de Christian Arredondo, el joven que ganó una beca de cine otorgada por Guillermo del Toro, pero no tenía dinero suficiente para comprar un vuelo a Francia (donde estudiaría la maestría en cine animado), se notó que, como el Papa, sabemos muy poco de la clase media. “Si a los 31 años eres becario y no tienes una tarjeta de crédito con 30 mil pesos libres aunque sea para pagar a 12 meses tu boleto, algo hiciste mal”, tuiteó el 26 de julio @SoyLadyCorrales, una locutora de Guadalajara.

Las redes sociales linchaban a un chico promedio con posibilidades limitadas como el resto de los clasemedieros y le exigían ser mejor. Sin embargo, el 70% de los mexicanos nunca ha tomado un avión. A lo largo de su vida laboral, que empieza en promedio a los 24 años, tardará unos 4.4 años en poder comprar un coche, 3.2 para pagar un crédito personal, que a la vez usará para pagar otras deudas, y necesitará entre ocho y 10 créditos de este tipo para conservar su estatus. Las posibilidades de ascender en la escalera son mínimas y la mayoría queda atrapada en el laberinto.

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El gran miedo de Enrique Fernández y Paulina González, la pérdida de poder adquisitivo, lo vivieron en su edad adulta los hermanos Úrsula y Jorge Baca. Si el matrimonio de Coyoacán está, según los cálculos de Oxfam, en un decil 8, los Baca pertenecen al 7, separados por unos 3 mil pesos en sus ingresos mensuales. De 51 y 50 años, los dos viven en la casa familiar de la colonia Santa María la Ribera, la misma que dejaron hace décadas para irse a una zona más pudiente, a estudiar en universidades caras, como la Anáhuac. Jorge, artista visual sin hijos, tomó la decisión meditada de renunciar a su trabajo de profesor de universidad, de rebajar sus ingresos a cambio de tener un mayor control de su tiempo. Enjuto, de rasgos marcados y pendiente en la oreja, ahora gana menos dinero que antes y desde 2003 vive de vender sus obras, además de alquilar habitaciones de esa casa familiar a otros artistas.

“A la vista de mis amigos abogados me va mal porque no tengo un carro nuevo. Pero tengo una bicicleta que yo diseñé y construí y eso me hace muy feliz”, dice serio.

“Mientras ellos están parados dos horas en el tráfico para ir a un trabajo que no les gusta, yo hago 10 minutos y voy a algo que me encanta. Para mí ese es el éxito”.

En el caso de Úrsula, el motivo fue un marido que la abandonó cuando su hija Sofía tenía seis años. Tras vivir por Pedregal, Las Águilas y otras zonas claramente de más dinero que la Santa María la Ribera, volvió a cuidar a su madre. También lo hizo por un motivo económico: no pagar renta.

Úrsula es maestra de kínder y además trabaja por la tarde en una cafetería. Su hija también trabaja y está en ese momento crítico en el que debe escoger qué estudiar y a qué universidad acudir. “Yo tuve oportunidades que ahora no le puedo dar a mi hija, un nivel de vida muy alto, en universidades muy caras”. Como su hermano, es delgada, con rasgos fuertes y pelo moreno, largo, recogido en una coleta. Del cuello pende, discreta, una cruz plateada. Define a la gente de ese ambiente más alto como muy materialista, obsesionada con quién tiene más y quién tiene menos.

“Me gustaría que mi hija fuera a algo como La Salle, pero no puedo darle a mi hija algo donde no voy a poder sostenerle el nivel de vida de esa clase. Prefiero que se centre en la realidad de lo que tiene”, comenta delante de la adolescente.

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La educación en México y las diferencias de calidad y clase social de los estudiantes y egresados según la universidad es uno de los tres motivos que el académico Raymundo Campos considera determinantes para la falta de movilidad social en el país. “Si tienes buenas y malas escuelas, buenos y malos sistemas de salud, tienes un sistema segmentado que limita las posibilidades de movilidad social, pero si estos sistemas funcionan, son de calidad y acuden ricos y pobres, es un factor igualitario”, explica. Los otros dos aspectos, bajo su punto de vista, son el control que el empresariado tiene sobre las relaciones laborales, que impide que crezcan los salarios, y el desempeño macroeconómico del país. El ascensor social no permite subir al penthouse sin una tarjeta especial.

En la historia económica mexicana, el periodo que inicia en 1954 se llama Desarrollo Estabilizador. De acuerdo con el libro Nueva historia mínima de México, del Colegio de México, el crecimiento económico fue desde el 1.38% de 1930 al 6% de la década de los sesenta y setenta, combinado con una baja inflación. Para el final de ese periodo, la población de México se triplicó. Los salarios reales crecían y aumentó la movilidad social. Gracias a la educación pública gratuita, no era raro que un obrero tuviera hijos universitarios y profesionistas. La desigualdad social se redujo de manera sensible.

“Esto dura hasta la crisis del 82 y desde entonces no se ha podido recuperar ese crecimiento”, dice Campos. Recordemos que los siguientes hitos y periodos económicos tienen nombres como Década Perdida, Crisis Tequila, Error de Diciembre, Crisis del 2008-2009. La gráfica del crecimiento económico pasa de tener siempre al menos resultados positivos a dibujarse picos de sierra con decrecimientos en el PIB de hasta un 8%.

Un limitante propio de la clase media para poder subir hasta los últimos peldaños de la escalera es el capital social, que no es más que una forma elegante de decir que a quien conozcas y en qué ambientes te has criado van a marcar tu futuro laboral. “En México, para acceder a los trabajos muy bien remunerados, es muy importante tener conexiones, conocer a gente, más que en otros países”, dice Campos, “aunque esto también ocurre dentro de la propia clase media”.

Juan Ángel Martínez y Guillermo Galván, dos entrevistados dentro del decil 7 y 6, son una muestra de las dos formas más comunes en las que sube el ascensor social: las relaciones y la educación. Cuando a Juan Ángel Martínez se le pregunta de qué trabaja, contesta que vendiendo jugos.

Fuera de su casa, en la colonia Azcapotzalco, instala diario un puesto. Esto le reporta unos pocos miles de pesos al mes. Lleva tatuajes, entre ellos una Santa Muerte, y tiene una herida de bala en la pierna, dice, que por resistirse a un atraco. De sus 49 años, pasó cinco preso. Lo detuvieron con un costal de marihuana.

Reconoce que de joven fue una bala perdida. “No era buen estudiante. Era un diablillo. Me embriagaba, me drogaba con mota, bebía mucho”, recuerda. Huérfano desde los 15 años, fue criado por una de sus hermanas. Tras heredar y perder la plaza de su padre en Pemex, la mayor parte de su vida se dedicó a comprar calzado en la CDMX y venderlo en Tierra Caliente.

Cuando se le pregunta cómo puede vivir con lo que le dejan los jugos, habla de que también ayuda a su pareja a gestionar la vivienda y el alquiler de los diferentes cuartos. Ella la heredó de sus padres y con esto logran el nivel de vida que los convierte en decil 7. La clase social de Juan Ángel, pues, depende de los ingresos de su compañera. Lleva 11 años con ella, “en unión libre”. Su mujer fue a la universidad. Él no pasó la prepa.

Foto: Elías Martín del Campo

Un nivel de estudios similar tiene Guillermo Galván, el hombre que construye su hogar en la Santa María la Ribera. Se casó joven y trabajó en Telmex y la Secretaría de la Defensa Nacional. Cuando iba a nacer su primera hija, necesitada la familia de más ingresos, contestó un anuncio en un periódico. Era para ser el asistente personal del director de una gran empresa, para vivir con él, llevarle la agenda, conducirle. “Ahí cambió mi vida”, dice con un verbo ordenado, de palabras medidas. El esfuerzo jugó a su favor. Cuando subieron los secuestros en la ciudad, se certificó como conductor de seguridad y unidades blindadas. Como le encanta la música de Pink Floyd, Led Zepellin, U2 y AC/DC, aprendió inglés para entender las canciones. Estas dos características fueron fundamentales para el trabajo que desempeña desde hace más de una década. “Chofer ejecutivo bilingüe”, dice con orgullo, “me dedico a llevar a los VIP nacionales y extranjeros”. Además de las prestaciones de ley, le dan coche de empresa y un smartphone último modelo.

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Sandra Leyva odia ver la ropa colgada de los vecinos de los barandales del edificio sombrío y desgastado donde vive. No sale mucho y, cuando lo hace, es con cuidado para evitar que la asalten. “No me gusta la colonia, no me gusta nada de este lugar ni la gente de aquí”, dice esta ama de casa, que no tiene estudios más allá de la primaria. Cuando llueve fuerte se inunda el patio y en los charcos flota la basura. El agua, como es una planta baja, suele entrar en la casa. “Pero ni modo, es para lo que nos alcanza”, lamenta Leyva, de 47 años, morena y bajita. Lleva el cabello pintado con rayos güeros.

Su departamento es pequeño: dos cuartos, la sala y el comedor comparten espacio. La mesa blanca en la que comen apenas cabe entre la estufa y el refrigerador. Situado en la colonia Juventino Rosas, de la delegación Iztacalco, es una zona que según los cálculos de Oxfam México es de decil 5, donde la media de ingreso por hogar en la CDMX es de 14,815 pesos al mes. Según el Observatorio Ciudadano de la Ciudad de México, se ubica, además, en una de las delegaciones con más índice de asalto a transeúnte y automóvil. Leyva afirma que sería “la mujer más feliz del mundo” si pudiera regresar a la colonia Obrera, donde vivía antes.

Liliana Souza, maestra en psicología social y doctora en Ciencias en Salud Colectiva por la Universidad Autónoma Metropolitana, opina que las posibilidades de tener un nivel de vida más o menos digno son cada vez más difíciles, y la creación de necesidades falsas es cada vez mayor. “Vivir al día y tratar de cumplir esas expectativas genera una incertidumbre insoportable. No saber si tendrás para comer mañana o para moverte, para pagar los servicios”, opina Souza.

Esa es la situación que Sandra Leyva y su esposo Ismael García vivieron cuando él perdió su trabajo en Televisa, tuvieron que buscar una renta más barata y abandonar su añorada Obrera. En Iztacalco pagan 3,500 pesos al mes y, aunque su idea era que fuera algo temporal, ya van para cinco años. Ismael tuvo que meterse como conductor de Uber. Sandra vende comida en la calle. Desde hace dos años, él, que solo estudió preparatoria, trabaja en una empresa que vende software para gasolineras.

“Los altos niveles de desempleo, el subempleo, los cortos periodos de vida útil de los trabajadores, la presión social, los cambios tecnológicos, los conocimientos obsoletos y la desvalorización de la experiencia provocan presión constante y frustración (sobre los trabajadores)”, explica Souza al teléfono. Además, están económicamente ahorcados. Parece que los empleados tienen sus necesidades cubiertas, pero solo es así cuando reciben el pago de su quincena. En la vida de la clase media, un golpe económico puede ser un problema por el que salgan canas.

La primera vez que la madre de Ismael García fue a verlos, volvió a su casa sin los espejos del auto. Cuando fue su cuñado, balearon cerca a una persona. La pareja suele ver cómo los asaltantes bajan de los peseros con el botín de los viajeros. Denunciar no es una opción. “Una vecina que denunció la plomearon en la madrugada. Después de eso, ¿qué haces?, nos ubican a todos”, dice Ismael preocupado. En este contexto, nadie los visita en casa y han perdido contacto con amigos y familiares.

Sus anillos de matrimonio están empeñados para cubrir el pago de la renta. El gas les llegó excesivamente caro y tenían un mes en deuda. Sus respectivas madres les ayudan a liquidar algunos de los gastos básicos que deben realizar en el hogar. Siempre viven al día. Nunca salen. Si pudieran, irían a comer a un restaurante o cambiarían un poco la rutina, pero no les alcanza. Por ahora, se divierten al ver la televisión y matan el tiempo en redes sociales. Al menos tienen dos pantallas planas de 55 y 42 pulgadas. Una la pudo comprar Ismael cuando trabajaba en Televisa, la otra es un regalo.

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