Aventó la mochila y, como leopardo, saltó al piso de su cuarto para abrir una revista. «¿Hay tarea, hija?». Desde la sala oí un breve «sí» distraído, despreocupado, cortante. «Hagámosla», ofrecí. Un minuto, dos, tres. Nada. Caminé y observé que leía atenta el cómic de Finn, hijo adoptado de pocos dientes por el raro hábito de mordisquear rocas y árboles. La arranqué de la ficción con un «la tarea» firme, dictatorial.

Abandonó al pobre Finn, de por sí abandonado desde la cuna, revisó su libreta de quinto y ordenó: «Que me expliques quién fue Lázaro Cárdenas». Qué fastidioso ese «que me expliques», dicho con la ligereza de una pelusa al viento: la maestra me obligaba a ser profe.

Miré mi reloj: faltaba media hora para su clase de piano, tras la cual vendrían ducha, cena y a dormir. Es decir, a mis cuatro décadas bien superadas debía formular un haiku histórico y además divertido para que la pequeña no cabeceara. «Ok, Cárdenas», dije inflando el pecho para tomar energía, y ella infló el suyo pero para un soberbio bostezo cuyo mensaje era: «qué güeva me das, pa’».

Lancé una primera frase, maniquea y simplona, que serruchó la historia de nuestro país en la oscura (larga) y la luminosa (cortísima): «Junto con Benito Juárez, Cárdenas ha sido el único presidente bueno de México». Im-pla-ca-ble. Por mí, hubiese acabado en ese instante la clase magistral (suficiente enseñanza) para ver en la tele algún análisis mundialista, aunque fuera el resumen del Marruecos-Irán.

Autocrítico, pensé: «debió haber otros presidentes buenos». En un supersónico repaso mental surgieron Fox, Salinas, Díaz Ordaz, Echeverría, Peña, Alemán. Me di la razón: todos pillos. O sea, mi clase iba bien. Ahí, ella soltó la pregunta lógica: «¿por qué fue buen presidente?».

«Imaginé una escena que seguro ocurrió: Lázaro Cárdenas y su esposa Amalia –tras acabar su gobierno– caminando en la calle, tranquilos, sin miedos, odios, sin la amenaza de que alguien gritara «¡pillo!». Que el presidente que acabamos de elegir, un día de 2024 pueda hacer lo mismo»

Hace mucho –conté–, antes que naciera tu abuela, del petróleo mexicano, tesoro de un país pobre (al que no le fue tan bien geográficamente, pues a la mitad superior le falta agua y a la inferior le sobra), se aprovechaban extranjeros ricos. México debía cuidar con amor y fiereza lo poco que tenía, ya que había que repartirlo entre millones.

Enojado porque unos señores americanos e ingleses ganaban muchísimo sacando el petróleo oculto en lo más profundo de nuestra tierra, Cárdenas dijo algo como: «ya estuvo bueno de que abusen».

«¿Sabes qué es el petróleo?», hice un paréntesis. «Una sopa negra con la que se hace todo», respondió, y cuando añadí que está compuesta de bichos y plantas acumulados en millones de años, estaba rendida a mi saber. Proseguí seguro: Cárdenas, al ver lo injusto de que con nuestro tesoro unos se hacían ricos mientras aquí la gente tenía hambre, expropió el petróleo, es decir, volvió a México dueño de tooodas las máquinas, barcos, instalaciones con que lo sacaban. Él no robó todo eso, sino que quiso pagarlo a los extranjeros y eso costaría fortunas. Cerré con la historia romántica de que a Palacio Nacional llegaron multitudes con gallinas, máquinas de coser, anillos de compromiso para entregárselos a Amalia, esposa del presidente, y entre todos juntar el dinero. «Si Cárdenas hubiera sido malo, ¿la gente le hubiera dado lo poquito que tenía?». Respondió: «no».

Me disculpé a mí mismo por convertir la historia en cuento de hadas; no tuve opción: había que apurarse. Pero camino a la clase de piano imaginé una escena que –esa sí– seguro ocurrió: Lázaro Cárdenas y su esposa Amalia –tras acabar su gobierno– caminando en la calle, tranquilos, sin miedos, odios, sin la amenaza de que alguien gritara «¡pillo!». Que el presidente que acabamos de elegir, un día de 2024 pueda hacer lo mismo.