Él se bajó de la combi que lo acercó a la estación del Metro. Eran las todavía oscuras 5:45 de la mañana. Iba vestido con un pantalón que lo hacía ver nalgón. Los andadores del paradero estaban llenos de ambulantes que impedían el paso libre a los pasajeros.

Le faltaba un buen tramo para llegar a las escaleras que lo sumergirían a la estación, cuando de entre los puestos salió una mano que le acarició una nalga. Él volteó para reclamar —y si era necesario soltar un puñetazo al hijo de puta que se atrevió a tocarlo—, pero el caminito que dejan los ambulantes es tan estrecho que cuando se detuvo fue empujado por los demás peatones que llevaban prisa por entrar al Metro. No le quedó de otra que seguir.

Él eligió ese pantalón porque a su novia le gustaba vérselo puesto y porque por la noche la vería para celebrar su aniversario con una cena romántica. Bajó las escaleras y entró a un largo pasillo donde estaban unos cinco o seis chavos que le chiflaron al pasar. Él se apenó, comenzó a sentirse incómodo, inseguro y molesto. Los chavos comenzaron a caminar detrás de él y uno de ellos sacó su celular y lo comenzó a grabar a la altura de las nalgas. Él se detuvo y soltó un puñetazo contra el de la cámara que con un movimiento astuto esquivó el golpe. Los otros se rieron al tiempo que corrían entre la gente para escapar divertidos de su travesura. Él ya no los alcanzó, se le hacía tarde para el trabajo y correr contracorriente de los cientos de pasajeros que venían por el pasillo le quitaría mucho tiempo.

Llegó a los torniquetes agitado, pasó su tarjeta por el lector y se dirigió al andén lo más rápido que pudo. Algo dentro de él lo hacía sentir inseguro como nunca antes. Se quitó el suéter y se lo amarró a la cintura. El pantalón que más temprano le hacía sentir guapo, ahora concentraba su desprecio, quería arrancárselo y arrojarlo a las vías del tren. Maldito pantalón.

Ya en el Metro comenzaron los empujones. En las horas pico apenas cabe un alfiler en los andenes. Cuando la inercia de la ola humana lo empujó dentro del vagón se cerraron las puertas y arrancó el viaje. Él tenía a un hombre, de unos 60 años, a un costado, con los brazos levantados, pero con sus genitales restregados en su cadera. Del otro lado, un pasajero le respiraba junto a la oreja como disfrutando la pesadilla que a Él lo tenía confundido. Por más que intentó separarse del viejo de junto o del aliento del otro se dio cuenta de que estaba atrapado. Quería sacudirse como pez en la red del pescador para siquiera mentarles la madre, pero no había espacio. Se desesperó y comenzó a empujarlos. Los demás pasajeros comenzaron a gritarle a Él: “¡Si quieres comodidad paga un Uber, pendejo!”, “¡No empujen, cabrones!”, “¡Vete en limosina, güey!”. Se bajó en la siguiente estación, aunque todavía le faltaban 12 para llegar a su destino.

Salió como pudo. El tren continuó su marcha y abandonó la estación en silencio. Él observó su mochila, se había roto de tanto jalarla. Estaba abierta, no encontró su iPad dentro, alguien la robó. Lo peor vino de inmediato: una mancha blanca lucía fresca en su cadera. Se sintió miserable. Creyó que seguía dormido, quería despertar de lo que parecía una pesadilla, pero no pudo. Gritó pidiendo ayuda, se acercó un oficial y le contó que alguien había eyaculado sobre él. El policía no resistía la risa y le respondió: “Seguro se te cayó el yogurt, amigo. Relájate”. Él le reclamó su insensibilidad y el policía dijo: “Tráeme al que te tiró el yogurt y lo arresto, chavo”, y se dio la vuelta para reír sin pena.

Ese día a Él le sucedió lo que Ellas sufren a diario.

[Este texto de Nacho Lozano apareció originalmente en su columna Ciudad de Necios en el periódico MásporMás.]