Quería conocer la casa de los espantos y a su jefe: hombre colosal como ogro, con ojitos microscópicos que trepanaban al mirar. Sentía dentro mío a un niño que buscaba emociones en la que, sospechaba, sería una oficina macabra: la sede del PRI en el entonces DF.

Llamé un día de 2013 y pedí entrevistar al líder de ese partido en la capital, Cuauhtémoc Gutiérrez. El político no había sufrido más denuncias que ser un dirigente que mandaba agarrar a trancazos a sus enemigos (algo no tan inusual). Pero su sangre metía miedo: era hijo de la zarina y del zar de la basura –asesinado en 1987–, de quienes heredó el emporio.

Por eso visualicé la sede del PRI como catacumbas con personajes que perseguían la vuelta al tenebroso pasado que con Cuauhtémoc Cárdenas en 1997 se les escapó.

Pero no. En la sede de San Cosme me recibieron edecanes exuberantes, quizás importadas de la Arena México. De vestido blanco que succionaba sus curvas, una ordenó darme acceso: «viene a ver al presidente». Subí por el renovado edificio del PRI: escaleras de piedra tallada, pisos de radiantes azulejos, antiguas fuentes reformadas y una oficina suntuosa. El emperador me esperaba balón de americano en mano, natural y amiguero, como dando la bienvenida a un cuate para ver un partido de la NFL. En la charla juró haber eliminado a los «dinopriistas» y ser el conductor de una revolución interna. Me fui con una certeza: «El PRI del DF quiere persuadirnos de que es un nuevo PRI».

A los meses prendí la radio. Aristegui informaba que en esa oficina operaba una «red de prostitución» de mujeres que, a cambio de chamba, debían tener sexo con el patrón. El nuevo PRI de hermosas oficinas, fuentes y pisos al parecer ocultaba su entraña: la catacumba que había imaginado.

«En esa oficina operaba una “red de prostitución” de mujeres que, a cambio de chamba, debían tener sexo con el patrón. El nuevo PRI de hermosas oficinas, fuentes y pisos al parecer ocultaba su entraña: la catacumba»

Pienso en el medio siglo que ese partido gobernó la ciudad y en mi cabeza ellos se multiplican: trajeados, acicalados y cordiales, aunque su alma sea un mundo subterráneo capaz de operar una masacre en Tlatelolco. Políticos que te saludan con apretón de camarada y te oyen atentos como si fueses dueño de la verdad, pero cuyo linaje creó en el Centro Histórico los separos de Tlaxcoaque: el calabozo donde el gobierno local impartía justicia. Y la justicia era: a) Pozole. Tu cabeza hundida en el agua puerca de la taza del baño hasta el límite del ahogo. b) Tehuacanazo. Agua mineral gasificada con chile en tu nariz. c) Toques. Choques eléctricos en genitales. d) Bolsazo. Tu cabeza en una bolsa para que no respires. Y basta de enumerar mimos.

Mi mente viaja a mi ciudad de niño: aire infestado de químicos, corrupción escabulléndose como madejas de ratas en organismos oficiales, MP que eran tugurios terroríficos, colonias degolladas por una delincuencia que copulaba con el gobierno. Vidas enteras se perdieron en una Ciudad Gótica real, con políticos-jeques que habitaban partenones en lo alto de su metrópoli en desgracia.

¿Cómo, tras herirnos tanto, el PRI capitalino sobrevivió?, pregunto, y veo a Mikel Arriola con su mirada inocente. Saluda al pueblo, sonríe como niño bueno. El problema, si abre la boca: homófobo, enemigo de la autonomía de la mujer sobre su cuerpo y del matrimonio igualitario, reacio a pensar nuevos caminos para el control de la droga que no sea la violencia que no frena ni la droga ni la sangre. Otra vez, la fachada y el mundo subterráneo.

La encuesta de El Financiero (de mayo) muestra dos líneas que se acercan: una, Sheinbaum, cae de 52 % a 47 %. Otra, Arriola, crece impetuosa de 14 % a 20 %. La ciudad democrática que hemos ido construyendo, bajo amenaza. Si falla la memoria, no estamos lejos de la nueva era de las catacumbas.