Chilango

Andrés Calamaro triunfa en el Metropólitan

Foto archivo: Lulú Urdapilleta

A estas alturas de su carrera, Andrés Calamaro puede permitirse aparcar el rock y ponerse seriamente bohemio. A sus 55 años, sin nada que demostrar a nadie, decidió dejar en la banca la alineación clásica rocanrolera y subirse al escenario sólo con piano, percusiones y un sobrio contrabajo para acompañar una selecciónde canciones que reflejan un camino de largo recorrido.

 

Acostumbrado en el pasado a nadar a contracorriente, el ‘Salmón’ navega en estos días por aguas tranquilas y poco caudalosas. Concentrado en mostrar su propia versión crooner, el bonaerense ha solicitado licencia para cantar y, evidentemente, la ha conseguido.

 

El Teatro Metropólitan es el mejor lugar que pudo encontrar para este recital en la capital chilanga. En el septuagenario inmueble del Centro Histórico, 3,165 asistentes atestiguaron esta fina versión de Andrés (uno lo siente suficientemente cercano para llamarlo simplemente así, Andrés), quien para la ocasión se dejó sus inseparables Ray-Ban de filo dorado y se vistió elegante, de camisa, saco y pantalón oscuros, dejando a años luz esa playera de la Universidad de Granada, cuando ‘Sin documentos’ tomó al rock iberoamericano por asalto en la primera mitad de los noventa.

 

Un recital para no olvidar

‘La libertad’ es una apertura contenida, una bienvenida que da las claves necesarias de lo que vendrá en las siguientes dos horas de concierto. Con ‘Bohemio’ el público comprende que no esta asistiendo a un show eléctrico y cuando suena ‘Algo contigo’ sus fieles seguidores se convencen, anclados en la butaca, que esta noche los saltos, las manos en el aire, el cigarrillo en la boca y el sudor salado tendrán que esperar para otra ocasión.

 

Muy pronto, el ‘Salmón’ se sumerge en aguas de la nostalgia y desgrana un par de sentidos tangos, ‘Garúa’ y ‘Cacho de Buenos Aires’, pero antes ofrece un pequeño homenaje a Gardel, con una tibia interpretación de ‘El día que me quieras’, que muchas gargantas corean más por inercia que por convicción.

 

‘Siete segundos’ llega justo a tiempo. Los Rodríguez al rescate y el recital comienza a respirar profundo, con ritmo y mayor soltura. Los dedos de Germán Wiedemer fluyen firmes sobre las teclas del piano de cola, mientras que Antonio Miguel pulsa preciso las gruesas cuerdas del contrabajo y Martín Bruhn da cátedra con una exhibición prodigiosa en las percusiones. Calamaro también suelta la voz y al dejar de reservarse obliga a recordar su posición en la realeza del rock argentino, en cuya línea de sucesión, con Cerati y Spinetta muertos, disputa el trono con Charly y Fito, en un doble mano a mano del que resulta muy, muy difícil declarar un monarca.

 

En el ecuador del concierto surgen las mayores emociones. ‘Tuyo siempre’, ‘Estadio Azteca’ y ‘El tercio de los sueños’ son tres monumentos, en particular la oda creada por Marcelo ‘Cuino’ Scornik, cuyos crípticos versos hacen retumbar el número 90 de la calle Independencia.

 

El resto de la noche es un rosario de complacencias. Con el público entregado, Andrés va encajando banderillas tan profundas que no duelen ni hacen mal. Además de ‘Flaca’ y ‘Paloma’, dos himnos más de Los Rodriguez ‘Para no olvidar’ y ‘Mi enfermedad’, aceleran el pulso de 3 mil corazones, para bajarlo con una ‘Media verónica’ acompasada y terminar la faena con ‘Crímenes perfectos’.

 

Al despedirse, Andrés está radiante. Se despoja del saco y dedica unos pases tauromáquicos, que arrancan oles y los últimos aplausos del público. Al final el argentino ha triunfado, llevándose una Oreja de Oro sin derramar una sola gota de sangre.

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