Cuatro cosas –como una tetralogía- signan el teatro de Wajdi Mouawad, dramaturgo canadiense-libanés: la guerra, la búsqueda del origen, la belleza y la poesía.

Si eres fan del escritor, sabrás que se han estrenado casi todas sus obras bajo la dirección de Hugo Arrevillaga y ahora, Incendios, la más memorable, regresa a la escena por décima vez. Lejos quedó una de las primeras obras de Mouawad, que se montó con gran parafernalia: Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente, dirigida por Heidi y Rolf Abderhalden, que dirigieron para la Compañía Nacional de Teatro en el 2009 y en la que el mismo Arrevillaga trabajó como director residente y asistente de dirección.

Y si los posteriores montajes de Arrevillaga son casi ascéticos y el trabajo de los Abderhalden fue espectacular, siempre ha sobresalido la palabra como principal discurso en el escenario.

Incendios no hace mas que confirmar que la dramaturgia de Mouawad cuenta historias desde la imagen poética. Pero podría aventurar una hipótesis: para la mayoría del público, tan acostumbrado al malabarismo y la práctica casi circense de los actores y directores del teatro contemporáneo, parecerá un montaje denso y a veces casi estático porque la palabra invade cada rincón de una bellísima narrativa de encuentros y desencuentros, de secretos dolorosos y amores incompletos con el trasfondo de la guerra que devastó el Líbano por más de 15 años.

Sin las palabras cargadas del fuego emocional que cada actor dice no hay obra y Arrevillaga no lograría crear cada atmósfera de nostalgia, pesadumbre o tensión que cuidadosamente siembra en casi tres horas.

Desde la magnífica Karina Gidi, que aquí se consolidó como una de las mejores actrices de teatro en México –y no necesita mercadotecnia para que los espectadores así lo creamos– hasta Javier Oliván –que ya probó y comprobó su talento en Un obús en el corazón, del mismo Wajdi –, cada protagonista de esta odisea de dolor, muerte y perdón vive una verdad poética: el teatro no sólo es show sino palabras que se encarnan en los actores y nos revelan la epifanía teatral más importante: el laberinto que es cada destino humano, a veces devastador y otras gozoso.

Destino como el que enfrentan Julia y Simón, por voluntad póstuma de Nawal, su madre, quien prácticamente los obliga a desenterrar el pasado de una mujer, sus hijos y el amor que perdió en la guerra.

Y si los Abdelhalden entretejían un espectáculo multimedia con el texto poético de Mouawad, la pericia de Hugo Arrevillaga siempre ha caminado en sentido contrario. Ha hecho de Incendios un montaje esencial: con unos cuantos elementos escenográficos y unos actores sensibles a las palabras, nos logra transmitir la desolación pero también la esperanza de los sobrevivientes de las guerras. Esas guerras provocadas por la religión, la política o la codicia, pero también de esas batallas existenciales que cada uno libra –irremediablemente– a diario.