Chilango

Guardiana de la colección nacional

Foto: Getty Images

“Pues no, pero si me contrata, lo voy a conocer”, contestó la inexperta estudiante, tan poco hábil en el mundo laboral que jamás se le ocurrió preguntar qué haría ni cuánto ganaría. Al final, Alfredo Barrera, uno de los biólogos más importantes de aquella época, cofundador del Conacyt y pionero en nuestro país en Etnobotánica –el estudio del uso y aprovechamiento de las plantas–, la contrató para que se encargara del muestrario de insectos mexicanos que él, también especialista en pulgas, iniciara años atrás.

“Entré al museo el 16 de febrero de 1967 –a poco más de dos años de su inauguración– y lo primero que encontré fueron cajas y cajas con insectos de todo tipo. Chiquitos, grandotes, feos, bonitos, exóticos o comunes, todos envueltos en algodón”. Aunque aún no cursaba la materia de entomología –estudio de los insectos–, eso no le impidió preparar bicho por bicho para su conservación: a algunos debía hidratarlos para que no se quebraran; a otros, como las larvas, hervirlos para que no adquirieran un color oscuro. Luego debía montarlos en las cajas especiales, con alfileres, y etiquetarlos. Fueron años de intensa labor y de vaivenes: de la escuela al museo y de ahí hasta su casa en Naucalpan.

Aunque es chilanguita de corazón –toda su infancia la pasó en el DF–, en esa época había emigrado a la periferia de la ciudad junto con sus papás. Desde entonces todos los días hace el tour hasta los verdes confines de Chapultepec donde la esperan “sus otros hijos”: esas cajas cuya preparación requiere dedicación y mucha paciencia. El origen de los animales de María Eugenia es diverso. La mayoría proviene de donaciones que pertenecieron a coleccionistas privados. Otros tantos, por institutos de investigación.

Por ejemplo, la Universidad de Indiana, en EU, aportó 1,400 ejemplares de escarabajos y otros coleópteros que habitan en ambientes acuáticos. Otra contribución memorable es la Colección Müller de Lepidoptera, conformada por 12,636 especímenes de mariposas de todo México. Hasta 1971, cuando fue cedida al museo, la colección pertenecía a la Escuela de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional que, a su vez, la había obtenido a principios del siglo XX de manos del naturalista mexicano Roberto Müller. Representa la primera gran colección nacional científica de mariposas y en ella se conservan ejemplares únicos de hace más de 100 años, junto con otros que no han vuelto a ser colectados y se teme que hoy estén extintos, como la mariposa nocturna Carathis byblis o la Pseudomya sanguiceps. María Eugenia también ha hecho aportaciones a la colección. Sobre todo de mariposas, su bicho preferido en el cual se especializó. Cuenta que un día llegó el profesor Barrera y le preguntó si le gustaban estas “flores autopropulsadas”, como las llamara el escritor de ciencia ficción Robert A. Heinlein. Ella pensó que sí, “tanto como cualquier otro insecto”, lo que quería decir que “no demasiado”. Pese a ello asintió levemente con la cabeza, lo cual fue tomado como una afirmación rotunda. “Perfecto, porque tendrá la oportunidad de hacer su tesis sobre ellas”, le dijo su mentor. Así comenzó un trabajo de cinco años, asesorada por varios de los más grandes expertos nacionales en el campo, como el maestro Roberto de la Maza, autor del primer libro sobre mariposas en nuestro país.

Con el tiempo, el nombre de María Eugenia Díaz Batres se uniría a esta limitada lista de especialistas. “No es que no me gustaran –aclara–. Es sólo que, en ese entonces, era demasiado joven y veía esto como un trabajo más. No pensé que me enamoraría de mis insectos y duraría tantos años”.

El lugar donde trabaja esta reina de las mariposas, muy cerca del Lago Menor del Bosque de Chapultepec, es pequeño y silencioso. Huele a naftalina. Si bien es un olor penetrante, no es desagradable. Ella usa este químico para evitar que las plagas, como las termitas, algún tipo de hongo o parásito, infesten la colección. Como es muy antigua, se deben tener muchos cuidados para mantenerla; la humedad o el exceso de luz ultravioleta podrían destruirla. “Hubo un director que quería que los expusiéramos afuera permanentemente. Me opuse. Si les da el sol, si hay humedad, si no hay la temperatura adecuada, todo se podría perder”, relata mientras con un plumero quita un poco del polvo de un cajón. Concentrada en lo que hace, sin apartar la vista de sus bichos pero con una voz orgullosa, agrega: “El director tuvo que desistir de su idea”. 

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