Por Mariana Camacho

En el interior, la decoración es una muestra de austeridad, sólo mesas de madera distribuidas en varios tapancos, pero tienen un truco: no importa dónde te sientes quedarás a la vista de cualquier comensal. Cuando decimos «es un lugar para ver y ser visto», nos referimos a un espacio así: con buena convocatoria, pero un poquito pretencioso, pues.

La carta es un breve resumen de especialidades, la mayoría, mediterráneas. Hay una ensalada griega muy buena con jitomates heirloom (que están de moda en cualquier cocina por sus distintos colores y sabores), queso feta, aceitunas, un aderezo de limón y sal de grano. Las croquetas de jamón (dos, muy grandes) son buena opción porque las acompañan unas crudités (rollitos de jícama, pepino, zanahoria, sal de chile y un poquito de limón), lo que hace dos platos en uno.

De todo lo que probamos, lo más rico fue el risotto con camarón, tomillo y una calabaza asada (un poquito chamuscada en los bordes por el toque de la brasa). El arroz estaba cremosito y el camarón, en su punto.

A los platos que siguieron les pusimos algunos “peros”: unos calamares rellenos con arroz (demasiado arroz), unos ravioles de hongos porcini con mantequilla y jocoque, que sonaban muy bien y sabían bien, pero llegaron fríos. El postre levantó la experiencia: una barra de chocolate amargo servida en una sopa fría de coco.

El lugar es, sin duda, un poco fresa al estilo “condechi”. A juzgar por su horario (cierran a las dos de la madrugada), le apostamos a que funciona mejor por las noches. Es un buen plan para una cena ligera y precopeo –la ensalada y una copita de vino blanco con un postre o un par de entradas funcionarán muy bien si vas con este propósito.

Viendo el lado más positivo (y su ubicación), celebramos que la Condesa vaya en ascenso con los lugares que abren mucho más concentrados en la comida, más discretos en la decoración y más cuidadosos en el servicio.