Jair Téllez lo hizo de nuevo. El pionero de la Baja que conquistó hace unos años a los chilangos con Merotoro, está de regreso. Amaya abrió sus puertas a finales de junio de 2016, y se suma a la cada vez más cotizada oferta de la Juárez.

La carta es breve pero sólida: seis entradas, seis primeros, seis fuertes y tres postres; y las porciones pueden compartirse. El estilo –Jair at his best– es mediterráneo: —Un verdadero placer conocerte, tártara de res con anchoas.

Y se acompaña, según palabras del chef, “de vinos raros”. Es decir, naturales de Baja, de Chile y etiquetas no muy sobadas en mesas de la capital.

El respeto al producto y la sazón exacta –sin echar mano de la sobresaturación de ingredientes– es su fórmula. Un ejemplo, las lechugas a la parrilla: llevan un untuoso hummus y queso Idiazábal; todo al humo de la parrilla. ¿Otro ejemplo? El revuelto de Porcinni: huevito tierno, unos hongos maravillosos, húmedos, y un poco de sal. Básico y entrañable.

Los pescados brillan en la carta: mero a la parrilla, bacalao frito y jaiba en dos presentaciones. Pero esta vez, la apuesta por la proteína asoma en un cordero rústico de cocción paciente, un cuarto de pollo a la leña y un monumental chuletón. El problema (¿es problema acaso?) es que, desde que eché el primer vistazo a la carta no pude sacarme de la cabeza la picaña de wagyu, que es suculenta –su virtud es que no es extremadamente suave–. Son de esos platos que cada mordida arroja alegría y, a la vez, angustia: cada bocado nos acerca más al fin. ¡No te acabes nunca, picañita!

De los postres, elegí un zapote con pitaya y granizado de yaca. Hay que decir que el zapote viene representado por rebanadas de mamey y chicozapote. El postre es fresco, tiene textura y sabor. Tiene final feliz.

A mi parecer, este restaurante amerita cuatro chiles de calificación únicamente porque no tiene más de tres meses abierto. La realidad es que podrían ser cinco… muy pronto regresaremos a comprobarlo.