De la mano del chef Oswaldo Oliva, quien pasó siete años cocinando en Mugaritz – el séptimo mejor restaurante del mundo según la lista de 50 Best Restaurants–, nace Lorea bajo un principal ingrediente: el cambio.

Aquí no se viene a comer de manera ordinaria, se viene en busca de la sorpresa. Para empezar, la cocina es abierta, lo que permite al comensal tener una conexión directa con ella –al grado de probar un plato directamente de la barra servido por el chef. El servicio es cercano y personalizado, pero sólo atienden reservas, así que evita que tu primera sorpresa sea encontrar la puerta cerrada.

La idea detrás de la carta es una variable constante, dictada por los ingredientes de temporada o por las ocurrencias del cocinero. Sólo existe un menú degustación y puedes elegir entre nueve o 14 tiempos – yo pedí el primero y lo considero suficiente–. Tiene el precio de un fine dining, que puede disuadir a más de uno.

Algunos platos de Lorea expresan cotidianeidad sin perder el elemento que lo hace único y diferente; un ejemplo, es el mochi de menta y pistache: sus ingredientes pueden resultar familiares, pero el juego de ambos sabores sorprende gratamente. El praliné cremoso de cacahuate con camarón y hierbas juega con las texturas, algo que puede no ser bien recibido por todos (es gelatinoso).

El par de postres que probé fue un deleite, en especial el de leche de cabra, taro y coco, aunque el de mamey con helado de su hueso es un fuerte contendiente. En resumen, hubo platos que me sorprendieron y otros que me resultaron simplemente bien ejecutados.

Sin embargo, al ser un restaurante nuevo, son evidentes algunos ajustes necesarios, como la excesiva iluminación o la curaduría musical. Pero da gusto saber que en la ciudad todavía hay cupo para propuestas audaces. Porque más allá de que disfrutes o no la experiencia, no te quedarás indiferente ante ella. Me gustaría volver en unos meses y redescubrir Lorea.