Chilango

Las elecciones desde adentro

Alejandro Fuentes

Desde que dije ‘sí’ para participar como funcionario de casilla en las elecciones me imaginé testigo, o protagonista, de una historia a la que le podrían caber muchos adjetivos, que iban de lo escandaloso a lo épico. Me vi a mí mismo como un infiltrado en las entrañas del monstruo que organiza las elecciones; durante la jornada sucedieron muchas cosas, pero mis adjetivos –que reconozco ahora que no eran otra cosa que prejuicios– nunca encontraron la situación idónea para manifestarse. Me tomó varias horas descubrir que mi nota no estaba en la jornada electoral en términos abstractos, sino en la gente que participó.

 

Fue difícil aceptar el nombramiento. Profesionalmente, este 1 de julio, era uno de los días más relevantes del año: tenía que reportar lo que sucediera; sin embargo, también estaba esa parte de mí que deseaba participar y no sólo opinar. Todas las personas que supieron que sería funcionario me cuestionaron, casi en forma de regaño. La mayoría de mis amigos y familiares me decía que era fácil negarse, desentenderse y no perder el tiempo… pero nadie, nadie, hizo un reconocimiento a la labor de un ciudadano que quiso contar y cuidar los votos.

 

No iba tras el reconocimiento, eso sí; tampoco me sentía apóstol de un candidato o partido, pues ninguno logró convencerme e iba con la intención de anular. Pero después de ver el esfuerzo de quienes organizaron la elección, se me hizo una bajeza ya cuando estaba en la mampara y decidí enfrente de las boletas. Porque se pueden decir muchas cosas de los partidos, de los candidatos y si quieren hasta del IFE y los institutos locales, es decir, de los generales de esta batalla. Pero abajo, en la tropa, sobran los que van por convicción, los que canjean un domingo familiar por uno de trabajo y estrés. Bueno, ‘sobran’ quizá es una exageración.

 

La jornada inició desde temprano, mucho antes de las 8:00, antes de que oficialmente se instalaran las casillas. Los funcionarios no llegamos a ver cómo se hacía el trabajo: hubo varias semanas de planeación, de capacitación, eventos de nombramiento, simulacros. Técnicamente sabíamos qué hacer. Alrededor de nosotros estaban los observadores de los partidos y los observadores ciudadanos. Lo malo: resultaba molesto ver electores con actitud altanera, que se sentían enojados por tener que esperar en los momentos de mayor concentración, que pensaban que éramos burócratas de gobierno, que disparaban el “no saben organizarse” porque se habían formado en filas que no correspondían, a pesar de los señalamientos muy claros sobre sus apellidos, electores que elevaban el tono por cualquier excusa. Hubo uno que incluso estuvo a punto de agredir físicamente a una funcionaria porque le pareció indignante formarse en la fila que le correspondía, y comenzó a arengar a la gente… el mismo que no pudo votar porque no estaba en la lista nominal.

 

Sin embargo, hubo también momentos muy buenos. Los rostros de los chavos de menos de 20 años que votaban por primera vez eran sorprendentes. Llegaban tímidamente, inseguros, sobre todo los que iban solos; salían con una sonrisa grande, con la cabeza en alto, convencidos de ser ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos. Los papás llevando a sus hijos y explicándoles lo que pasaba eran también estimulantes: para los niños, meter la boleta en las urnas y después recibir tinta en sus dedos, como sus papás, era muy significativo. Para nosotros también: eran pactos espontáneos que se sellaban invariablemente con una sonrisa.

Entre tanta variedad, hubo de todo: el tipo extraño que se chupó la tinta cuando aún estaba fresca; la señora que se persignó antes de votar; el abuelito que iba de traje, cadenas de oro y bastón que se resistió a recibir tinta porque dijo que él ya había cumplido como para que lo marcaran como vaca; el que nos quiso obligar a romper unas boletas cuando descubrimos que un elector había votado con una credencial antigua y no la última que sacó; los que sabían que tenían que votar pero nunca se enteraron qué se elegía; la señora que llevaba prisa y sólo votó en las elecciones federales; los que llegaron a las 5:55 como beisbolistas, casi barriéndose (muchos), los observadores de distintos partidos políticos distintos echándose la mano con los registros de la lista nominal y compartiendo los lunchs con sus adversarios (ah, si así fueran en las cámaras)…

 

Hoy lo que importa son los resultados, y es lógico. Pero no podríamos hablar con la certeza que hablamos de ellos si no fuera por el trabajo desinteresado de los ciudadanos que cedieron su tiempo para organizar la elección, cuidar y contar los votos. Porque fuimos nosotros quienes los contamos, y los representantes de partido no tenían ni siquiera derecho a tocarlos. De alguna forma, y al menos en mi casilla, todos íbamos en la modalidad ‘perro guardián’. Y, reitero, fue un trabajo no de un largo día (que para muchos terminó después de la media noche), sino de semanas. Vaya, pues, un homenaje a estos personajes anónimos. Gracias por darnos algo que no abunda en nuestro país: certeza.