Por Josue Corro

En

los últimos años, una generación de guionistas ha evolucionado: ya no se

conforman con escribir historias, sino también dirigiralas. Paul Haggis,

Charlie Kaufman y Guillermo Arriaga son parte de estos autores que ahora

trabajan desde una trinchera diferente, una más personal e intuitiva. Y

el

resultado ha sido dispar: Haggis conmocionó al mundo con Crash,

Kaufman tuvo un fracaso comercial, pero conquistó a la crítica con Synecdoche,

New

York… y Arriaga debuta

con una historia

fragmentada y demuestra que como director, es el mejor guionista

latinoamericano…

La

razón: Arriaga no es un director de actores, le falta oficio para que los

protagonistas evolucionen no a través de las acciones, diálogos o

indicaciones

que no están en el guión, sino lentamente por sus expresiones y el lenguaje

que

produce su cuerpo. El puñado de personajes que interactúan en esta

cinta, se

sienten ajenos, como amparados por una barrera que no permite que nos

involucremos en sus vidas ni en su angustia. Los vemos de lejos, como si

alguien nos contará su historia, y no la viviéramos con ellos.

Arriaga

suple estas carencias con su especialidad literaria, que ya hemos visto y

que

conocemos de memoria: un guión fragmentado que explora la ira, y la

redención.

En este film, vuelve a bombardearnos con personajes entrelazados por el

dolor y

por diferente espacio cronológico. Sin embargo, el estilo depurado por

Arriaga

se nota desgastado: los diálogos ya no son incisivos, cambió la fuerza

reflexiva de las palabras, por simbolismos muy claros -pájaros, fuego y

cigarros-. Es una lástima que su guión más débil en diez años, lo

reservó para

su ópera prima.

De

hecho, débil no debería ser el adjetivo para el film, sino

inconsistente. Los

primeros 45 minutos nos intrigan y nos mantienen atentos al coral de

personas

que desfilan por la pantalla: una pareja de amantes que viven su romance

escondidos en un trailer en medio del desierto, dos adolescentes que se

enamoran después de una tragedia, una mujer que sólo puede remediar su

sufrimiento a través del sexo, y un hombre que viaja por Estados Unidos

junto a

una niña que busca a su madre. Cada línea argumental se cruza sutilmente

y

debes de prestar atención en los detalles, para que puedas distinguir su

rol

dentro del universo narrativo de la película. Pero justo cuando todas

las

historias convergen, Arriaga se vuelve reiterativo y los actores se le

escapan

de las manos: entendemos que un personaje pide perdón no por la cantidad

de

veces que lo repite. En The Burning Plain, el último tercio de la

película, se

vuelve una oda a la penitencia que suplicamos que termine. El público no

es

tonto, concibe una película sin forzar, ni manipular la trama.